Hace cincuenta años murió Oskar Schindler, el empresario alemán que salvó a más de 1.000 judíos del exterminio de la Shoá. En el mundo actual, desgarrado por las guerras y la violencia, este aniversario aparece como un luminoso signo de esperanza.
Schindler cumplió con su deber: era un empresario y, como dice todo manual de derecho privado, las dos características que constituyen esta figura jurídica y social son la iniciativa y el riesgo. Desde este punto de vista fue un gran, gran empresario. Se enfrentó al dilema que el filósofo danés Kierkegaard planteó a todo hombre cuando escribió que “atreverse es perder momentáneamente el equilibrio. No atreverse es perderse para siempre”, y supo responder.
Quizás los grandes de la historia deban estar “desequilibrados”. Sólo así Oskar consiguió dar un golpe al eje de la Tierra, que siempre giraba perezosamente sobre sí mismo, redirigiéndolo hacia otro horizonte más humano.
La magnífica película de Spielberg iluminó esta historia y esto ciertamente ha tenido efectos positivos, porque especialmente hoy, con el eje del mundo que parece haberse recompuesto obstinadamente sobre ese viejo, habitual y aplastante movimiento de todo lo que está vivo, lo bueno, lo humano, Necesitamos historias hermosas, ricas en caridad y esperanza. Y es reconfortante pensar que el mundo está lleno de historias buenas que permanecen ocultas, como la de Schindler antes de que una película las contara.
El 27 de marzo de 2020, durante la Statio Orbis en la Plaza de San Pedro, Francisco recordó que “nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia”.
En su Meditación sobre la Iglesia, Henri De Lubac habló de aquellos cristianos cuya “vida está oculta a los ojos del mundo [...] Sin embargo, son precisamente ellos los que contribuyen, más que todos los demás, a evitar que nuestra tierra sea un infierno. [...] que conservan en nosotros, que nos devuelven, algo de esperanza”. Es la misma intuición que empuja al escritor inglés Tolkien, en los mismos años oscuros en los que Schindler se atrevió a salvar vidas arriesgando la suya propia, a escribir a su hijo: “Lo verdaderamente importante está siempre oculto a los contemporáneos, y las semillas de lo que debe ser germina silenciosamente en la oscuridad de algún rincón olvidado, mientras todos miran a Stalin o a Hitler. Ningún hombre puede saber lo que realmente está sucediendo sub specie aeternitatis . Todo lo que sabemos, y en gran parte por experiencia directa, es que el mal actúa con gran poder y éxito continuo, pero en vano: sólo prepara el terreno para el surgimiento de un bien inesperado”.
La semilla de Schindler fue más fuerte que el mal porque, como escribió el teólogo, ahora cardenal electo, Timothy Radcliffe, “el misterio del mal es grande, pero el misterio del bien es aún mayor”.
Andrea Monda