Recemos para que el Señor nos dé la gracia de la unidad entre nosotros. Que las dificultades de esta época nos hagan descubrir la comunión entre nosotros, la unidad que siempre es superior a cualquier división. La predicación de Pedro, el día de Pentecostés, traspasó los corazones de la gente: “A ese a quien vosotros habéis crucificado ha resucitado” (cf. Hechos 2, 36). “Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: ‘¿Qué hemos de hacer, hermanos?’” (Hechos 2, 37). Y Pedro es claro: “Convertíos. Convertíos. Cambiad de vida. Vosotros que habéis recibido la promesa de Dios y vosotros que os habéis apartado de la Ley de Dios, de muchas cosas vuestras, entre ídolos, y otras muchas más... convertíos. Volved a la fidelidad” (cf. Hechos 2, 38). Convertirse es esto: volver a ser fieles. La fidelidad, esa actitud humana que no es tan común en la vida de las personas, en nuestras vidas. Siempre hay ilusiones que atraen la atención y muchas veces queremos ir detrás de estas ilusiones. Fidelidad: en los buenos y en los malos tiempos.
Hay un pasaje del Segundo Libro de las Crónicas que me llama mucho la atención. Está en el capítulo XII, al principio. “Tras haber consolidado y afianzado el reino —dice—, el rey Roboán se sintió seguro y abandonó la Ley del Señor, y con él todo Israel” (cf. 2 Corintios 12, 1). Eso dice la Biblia. Es un hecho histórico, pero es un hecho universal. Muchas veces, cuando nos sentimos seguros empezamos a hacer nuestros planes y nos alejamos lentamente del Señor, no permanecemos fieles. Y mi seguridad no es lo que el Señor me da. Es un ídolo. Esto es lo que le pasó a Roboán y al pueblo de Israel. Se sintió seguro —un reino consolidado—, se apartó de la ley y comenzó a adorar ídolos. Sí, podemos decir: “Padre, yo no me arrodillo ante los ídolos”. No, quizás no te arrodilles, pero que los buscas y tantas veces en tu corazón adoras a los ídolos, es verdad. Muchas veces. La propia seguridad abre la puerta a los ídolos.
Pero, ¿está mal la propia seguridad? No, es una gracia. Para estar seguro, pero también para estar seguro de que el Señor está conmigo. Pero cuando hay seguridad y yo en el centro, me alejo del Señor, como el Rey Roboán, me vuelvo infiel. Es tan difícil mantener la lealtad. Toda la historia de Israel, y luego toda la historia de la Iglesia, está llena de infidelidad. Llena. Llena de egoísmo, de certezas propias que hacen que el pueblo de Dios se aleje del Señor, pierda esa fidelidad, la gracia de la fidelidad. E incluso entre nosotros, entre la gente, la fidelidad no es una virtud barata, ciertamente. Uno no es fiel al otro, al otro... “Convertíos, volved a la fidelidad al Señor” (cf. Hechos 2, 38).
Y en el Evangelio, el icono de la fidelidad: esa mujer fiel que nunca ha olvidado todo lo que el Señor ha hecho por ella. Ella estaba allí, fiel, frente a lo imposible, frente a la tragedia, una fidelidad que también le hace pensar que es capaz de llevarse el cuerpo... (cf. Juan 20, 15). Una mujer débil, pero fiel. El icono de la fidelidad de esta María Magdalena, apóstol de los apóstoles.
Pidamos hoy al Señor la gracia de la fidelidad: de darle las gracias cuando nos da certezas, pero nunca pensemos que son “mis” certezas y siempre, miremos más allá de nuestras propias certezas; la gracia de ser fieles incluso ante las tumbas, ante el hundimiento de tantas ilusiones. Fidelidad, que siempre permanece, pero no es fácil de mantener. Que Él, el Señor, sea quien la guarde.