El estatus social del niño, a lo largo de la historia de la humanidad, ha sido objeto de numerosas reelaboraciones teóricas y prácticas. En tiempos de Jesús, los niños no gozaban de gran consideración, siendo “todavía no hombres”. De hecho, molestaban a los rabinos que intentaban explicar los misterios del Reino.
En el Evangelio, incluso los Apóstoles temen que los niños puedan molestar al Maestro, quien, en cambio, muestra una enorme simpatía por ellos. No solo no le molesta, sino que los propone como modelos del discipulado, porque «de los que son como ellos es el reino de Dios» (Mc 10,14). Los discípulos están llamados a imitar a los niños no en tener actitudes infantiles, algo que Jesús reprocha, sino en el asombro con que el niño, aún hoy, se relaciona con la vida, ya que «quien no recibe el reino de Dios como lo recibe un niño, no entrará en él» (Mc 10,15). La mirada del niño es una mirada abierta al misterio, que ve lo que a los adultos les cuesta ver. Por eso el discípulo está llamado a crecer en la confianza, en el abandono, en el asombro, en la maravilla: todas características que la edad y la desilusión, a menudo, apagan en el hombre.
La revelación cristiana hace que la Iglesia sea consciente de que los niños son redimidos por la Sangre de Cristo y con Su gracia se han convertido en hijos y amigos de Dios y herederos de la gloria eterna. Por lo tanto, valen ante todo para sí mismos, en la época de vida que están viviendo, y no solo en vista de lo que en el futuro podrán dar a la familia, a la sociedad, a la Iglesia o al Estado. La familia, la Iglesia, el Estado son para los niños, y no los niños para las instituciones. El ser humano ya de niño es sujeto de derechos inalienables, inviolables y universales.
La Iglesia, en nombre de Dios, se hace eco con autoridad de los derechos de los “no garantizados”, como siguen siendo hoy muchos niños. Ante la propagación de la violencia y de los peligros que pisotean la vida y la dignidad de la infancia, con mayor fuerza aún se hace intérprete de sus exigencias ante todas las naciones.
La protección de los derechos de los niños es, de hecho, una responsabilidad grave de los padres, de la comunidad civil y de la Iglesia como comunidad educativa. La protección de los derechos de los niños es un deber y la primera forma de caridad de la Iglesia.
Como enseña San Juan Pablo II: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, […] si no lo experimenta […], si no participa en él vivamente» (Carta Enc. Redemptor hominis, 4 de marzo de 1979, 10). Por eso los niños necesitan y tienen derecho:
– a ser reconocidos, acogidos y comprendidos por la madre, el padre y la familia, para tener confianza;
– a estar rodeados de afecto y disfrutar de una seguridad afectiva, ya sea que vivan con sus padres o no, para descubrir su identidad;
– a tener un nombre, una familia y una nacionalidad, respeto y buena reputación, para gozar de seguridad y estabilidad afectiva en sus condiciones de vida y educación.
El derecho del niño a crecer implica también la responsabilidad educativa de la Iglesia junto con los padres y la comunidad civil. Los niños necesitan encontrar, en la Iglesia, la expresión de Jesús Buen Pastor en el rostro de quien asume la educación y formación como misión y apostolado, consciente de su compromiso educativo.
A la luz de lo que se ha revelado hasta ahora y con el fin de dar una realización concreta al compromiso de la Iglesia con los niños, he decidido establecer la Jornada Mundial de los Niños con el objetivo de:
a) dar voz a los derechos de los niños y poner en el centro de la acción pastoral de la Iglesia la misma atención que tuvo Jesús hacia ellos, partiendo de la «voz de los niños y de los lactantes» (Sal 8,3) para afirmar el poder y la gloria de Dios (cf. ibíd.);
b) promover una experiencia de Iglesia universal que se exprese en las dimensiones diocesanas y nacionales, para que toda la comunidad cristiana se convierta cada vez más en una comunidad educativa capaz, ante todo, de ser evangelizada por la voz de los pequeños;
c) permitir a la Iglesia universal revestirse de los sentimientos de los pequeños recordados por el Salvador (cf. Mt 18,1-5), para que se despoje de los «signos del poder y se revista del poder de los signos» (Ven. Antonio Bello, Escritos de paz, vol. IV, 146, n .º 130), para convertirse en un hogar acogedor y habitable para todos, empezando por los niños.
d) hacer conocer, amar y servir cada vez mejor a Nuestro Señor Jesucristo a los niños en su rostro de Amigo y Buen Pastor, y arraigar su fe en la tradición de los santos niños que la Iglesia ha tenido como don y que custodia como patrimonio espiritual, para transmitir a los pequeños, a sus familias y a sus educadores;
e) destacar, tanto en la preparación catequética como en la celebración, a la Iglesia como madre.
Deseo que esta Jornada se celebre tanto a nivel de la Iglesia universal como en las Iglesias particulares y a nivel de sus agrupaciones regionales y nacionales. Confío la preparación del Día Mundial del Niño a las conferencias episcopales regionales y nacionales, que establecerán comités organizativos locales.
Para que esta iniciativa pueda encontrar un anclaje institucional dentro de la Curia Romana, con el presente Quirógrafo erijo el Comité Pontificio para la Jornada Mundial de los Niños, reconociendo al mismo la personalidad jurídica canónica pública de conformidad con el art. 241 de la Constitución Apostólica Praedicate Evangelium y aprobando al mismo tiempo su Estatuto. Designo a este organismo como coordinador y promotor de las iniciativas de los comités organizativos nacionales y regionales.
Para que la Jornada Mundial de los Niños no siga siendo un evento aislado y, por lo tanto, la pastoral de los niños se convierta cada vez más en una prioridad cualificada en términos evangélicos y pedagógicos, el Comité Pontificio estará disponible para colaborar con las oficinas pastorales competentes de las Iglesias particulares y de las Conferencias Episcopales.
Ordeno que el presente Quirógrafo y el Estatuto unificado sean promulgados mediante publicación en L’Osservatore Romano, entrando inmediatamente en vigor, y luego publicados en el comentario oficial de las Acta Apostolicae Sedis.
Del Vaticano, 20 de noviembre
de 2024
FRANCESCO