Documentación pontificia

Documentación pontificia

10 enero 2025

El discurso del Pontífice
a los superiores y oficiales
de la Curia Romana

Aula de las Bendiciones, 21 de diciembre de 2024

Ben-decir y no mal-decir

Queridos hermanos y hermanas:

Agradezco de corazón al Cardenal Re por sus palabras de felicitación; parece que no envejece y esto es algo lindo. Gracias, Eminencia, por su ejemplo de disponibilidad y amor a la Iglesia.

El Cardenal Re ha hablado de la guerra. Ayer al Patriarca [Latino de Jerusalén] no le han dejado entrar en Gaza, aunque se lo habían prometido; además fueron bombardeados niños. Esto es crueldad. Esto no es guerra. Quiero decirlo porque conmueve el corazón. Gracias por recordarlo, Eminencia, gracias.

El título de esta alocución es Ben-digan y no mal-digan.

La Curia Romana está formada por muchas comunidades de trabajo, más o menos complejas o numerosas. Pensando en un punto de partida para la reflexión que pudiese ayudar a la vida comunitaria de la Curia y de sus diversas articulaciones, este año he elegido un aspecto que armoniza bien con el Misterio de la Encarnación, y pronto se verá el porqué.

He pensado en el hablar bien de los demás y no hablar mal de ellos. Es algo que nos concierne a todos, incluso al Papa —obispos, presbíteros, consagrados, laicos— y en lo que todos somos iguales. ¿Por qué? Porque toca nuestra humanidad.

Esta actitud, el hablar bien y no hablar mal, es una expresión de la humildad, y la humildad es el rasgo esencial de la Encarnación, en particular del misterio del Nacimiento del Señor, que nos disponemos a celebrar. Una comunidad eclesial vive en gozosa y fraterna armonía en la medida en que sus miembros transitan por el camino de la humildad, renunciando a pensar y hablar mal de los demás.

San Pablo, escribiendo a la comunidad de Roma dice: «Bendigan y no maldigan nunca» (Rm 12,14). Podemos entender dicha exhortación de este modo: “Digan lo bueno y no digan lo malo” de los demás, en nuestro caso de las personas que trabajan en la oficina con nosotros, de los superiores, de los colegas, de todos. Digan lo bueno y no digan lo malo.

El camino hacia la humildad: acusarse a sí mismo

Como hice hace aproximadamente 20 años, con ocasión de una Asamblea diocesana en Buenos Aires, propongo hoy a todos nosotros, para practicar el camino de la humildad, ejercitarnos en el acusarse a sí mismo, según las enseñanzas de los antiguos maestros espirituales, particularmente de Doroteo de Gaza. Sí, precisamente de Gaza, aquel lugar que ahora es sinónimo de muerte y destrucción, pero que es una ciudad antiquísima, donde en los primeros siglos del cristianismo florecieron monasterios y figuras luminosas de santos maestros. Doroteo es uno de ellos. Siguiendo el ejemplo de grandes Padres como Basilio y Evagrio, él ha edificado la Iglesia con instrucciones y cartas llenas de sabiduría evangélica. También nosotros, hoy, introduciéndonos en su escuela, podemos aprender la humildad de acusarnos a nosotros mismos para no hablar mal del prójimo. A veces en el hablar cotidiano, cuando alguien critica, el otro piensa: “¿y por casa cómo andamos?”. Es el lenguaje cotidiano.

En una de sus instrucciones, Doroteo dice: «Si algo enojoso le sucede al humilde, enseguida se lo achaca a sí mismo, juzga que se lo ha merecido, no soporta reprochar a otro por ello, ni busca culparlo. Sencillamente lo soporta sin perturbarse, sin abatirse y en total calma. Por eso “la humildad ni se irrita, ni irrita a nadie”» (Doroteo de Gaza, Conferencias, n. 30).

Y sigue: «No busques conocer el mal de tu prójimo, y no abrigues sospechas contra él. Y si nuestra malicia las hace nacer, procura transformarlas en buenos pensamientos» (ibíd., n. 187).

Acusarse a sí mismo es un medio, pero es indispensable: la actitud de fondo en la cual puede echar raíces la elección de decir “no” al individualismo y “sí” al espíritu comunitario, eclesial. De hecho, quien se ejercita en la virtud de acusarse a sí mismo y la practica de manera constante, se libera de las sospechas y de la desconfianza, abriendo espacio a la acción de Dios, el Único que crea la unión de los corazones. Y de este modo, si todos progresamos en este camino, puede nacer y crecer una comunidad en la cual todos son custodios el uno del otro, caminando juntos en la humildad y en la caridad. Cuando alguien ve un defecto en una persona, puede hablar de eso solamente con tres personas: con Dios, con la persona misma y, si no puede hablarlo con ella, con quien en la comunidad pueda hacerse cargo. Y con nadie más.

Entonces nos preguntamos, ¿qué es lo que está en la base de este estilo espiritual de acusarse a sí mismo? En la base se encuentra el abajamiento interior, marcado por el movimiento del Verbo divino, la synkatabasis o condescendencia. El corazón humilde se abaja como el de Jesús, a quien contemplamos estos días en el pesebre.

Frente al drama de la humanidad tantas veces oprimida por el mal, ¿qué es lo que hace Dios? ¿Acaso se alza en su justicia haciendo caer el peso de la condena desde lo alto? Así es como, de alguna manera, lo esperaban los profetas hasta Juan el Bautista. Pero Dios es Dios, sus pensamientos no son los nuestros, sus caminos no son los nuestros (cf. Is 55,8). Su santidad es divina y por ello a nuestros ojos resulta paradójico. El movimiento del Altísimo es abajarse, hacerse pequeño, como un grano de mostaza, como un embrión humano dentro del vientre de una mujer. Invisible. Así comienza a tomar sobre sí la enorme e insostenible masa de pecado del mundo.

A este movimiento de Dios corresponde, en el hombre, la acusación de sí mismo. Primero que nada, no se trata de un hecho moral: es un hecho teológico —como siempre y como en toda la vida cristiana—; es un don de Dios, obra del Espíritu Santo, y por nuestra parte es un con-descender, es decir, hacer nuestro el movimiento de Dios, asumirlo, acogerlo. Es lo que hizo la Virgen María, que no tenía nada de qué acusarse, sino que se dejó implicar plenamente en el abajamiento de Dios, en el despojo de su Hijo, en el descenso del Espíritu Santo. En este sentido, la humildad podría calificarse como virtud teologal.

Nos ayuda, para abajarnos, acudir al sacramento de la reconciliación. Esto nos ayuda. Les invito a pensar: ¿Cuándo fue la última vez que me confesé?

De pasada, quisiera también mencionar otra cosa. Algunas veces he hablado de la murmuración. Es un mal que destruye la vida social, hace enfermar el corazón de la gente y no lleva a ningún sitio. El pueblo lo dice muy bien: “son discursos vacíos”. Estén atentos a esto.

Bendecidos bendigamos

Queridos hermanos y hermanas, la Encarnación del Verbo nos demuestra que Dios no nos ha maldecido, sino que nos ha bendecido. Más aún, nos revela que en Dios no hay maldición, sino sólo, y en todo momento, bendición.

Vienen a la mente ciertas expresiones de las cartas de santa Catalina de Siena, como por ejemplo esta: «parece que no quiere recordar las ofensas que nosotros le hacemos; y que no quiere condenarnos eternamente, sino que siempre quiere ser misericordioso» (Carta n. 15). Y debemos hablar de la misericordia.

Pero hay que referirnos sobre todo a san Pablo, a su vertiginosa apertura en el himno de la Carta a los Efesios:

«Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo» (1,3).

He aquí el fundamento de nuestro decir-bien: somos bendecidos, y como tales podemos bendecir. Somos bendecidos, y por tanto podemos bendecir.

Todos necesitamos ser inmersos en este misterio, pues de otra manera corremos el riesgo de volvernos áridos, como esos canales vacíos, secos, que no llevan siquiera una gota de agua. El trabajo de oficina, aquí en la Curia, frecuentemente es árido y a la larga termina por secarnos, si uno no se nutre de experiencias pastorales, de momentos de encuentro, de relaciones de amistad, en la gratuidad. Respecto a las experiencias pastorales les pregunto, especialmente a los jóvenes, si tienen alguna actividad apostólica, esto es muy importante. Y es por eso, sobre todo, que cada año tenemos necesidad de hacer Ejercicios espirituales: para sumergirnos en la gracia de Dios, sumergirnos completamente. Dejarnos “empapar” por el Espíritu Santo, por el agua vivificante en la que cada uno de nosotros es querido y amado “desde el principio”. Entonces sí, si nuestro corazón está inmerso en esta bendición original, entonces somos capaces de bendecir a todos, incluso a los que nos parecen antipáticos —es una realidad, bendecir también a los antipáticos—, también a los que nos han tratado mal. Bendecir.

El modelo al cual debemos mirar, como siempre, es nuestra Madre, la Virgen María. Ella es, por excelencia, la Bendita. Así la saluda Isabel cuando la acoge en su casa: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Y así es como nos dirigimos a ella en el Ave María. En ella se ha realizado aquella “bendición espiritual en Cristo”, desde luego que “en el cielo”, antes del tiempo, pero también en la tierra, en la historia, cuando el tiempo fue “colmado” de la presencia del Verbo encarnado (cf. Ga 4,4). Él es la bendición. Es el fruto el que bendice al vientre; el Hijo el que bendice a la Madre: «hija de tu Hijo», escribe Dante, «la más humilde y alta criatura». Y así María, la Bendita, ha traído al mundo la Bendición que es Jesús. Hay un cuadro, que tengo en mi despacho, que es precisamente la synkatabasis. Está la Virgen con las manos como si fuera una pequeña escalera, y el Niño desciende por esa escalera. El Niño tiene la Ley en una mano y con la otra se aferra a su mamá para no caer. Esta es la función de la Virgen, llevar al Hijo. Y esto es lo que ella hace en nuestros corazones.

Artesanos de bendición

Hermanas y hermanos, contemplando a María, imagen y modelo de la Iglesia, estamos llamados a considerar la dimensión eclesial del bien-decir. Y en este contexto nuestro quisiera resumirlo del siguiente modo: en la Iglesia, signo e instrumento de la bendición de Dios para la humanidad, todos estamos llamados a convertirnos en artesanos de bendición. No sólo instrumentos, sino artesanos de bendición: en el enseñar, en el vivir como artesanos para bendecir.

Podemos imaginarnos a la Iglesia como un gran río que se ramifica en miles y miles de arroyos, torrentes y riachuelos —algo así como la cuenca amazónica—, para irrigar todo el mundo con la bendición de Dios, que mana del Misterio Pascual de Cristo.

La Iglesia se nos muestra de este modo como cumplimiento del proyecto que Dios reveló a Abraham desde el primer momento en el que lo llamó a salir de la tierra de sus padres. Le dijo: «Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré, […] y por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra» (Gn 12,2-3). Este plan rige toda la economía de la alianza entre Dios y su pueblo, que es “elegido” no en sentido excluyente, sino, por el contrario, en un sentido que católicamente diríamos “sacramental”; o sea, haciendo llegar el regalo a todos a través de una singularidad ejemplar, mejor aún, testimonial, martirial.

Entonces, en el misterio de la Encarnación, Dios ha bendecido a cada hombre y mujer que viene a este mundo, no con un decreto bajado desde lo alto del cielo, sino mediante la carne, mediante la carne de Jesús, Cordero bendito nacido de María bendita (cf. S. Anselmo, Disc. 52).

Me gusta pensar en la Curia Romana como una gran oficina en la que hay muchas tareas diferentes, pero todos trabajan con un mismo fin: bien-decir, difundir en el mundo la bendición de Dios y de la Madre Iglesia.

Particularmente, pienso en el trabajo escondido del “minutante” —veo algunos de ellos aquí que son buenos, gracias—, que en su oficina prepara una carta para que, a un enfermo, a una mamá, a un papá, a un preso, a un anciano o a un niño, les llegue la oración y la bendición del Papa. Gracias por esto, porque yo firmo esas cartas. Y, ¿qué es esto? ¿No es acaso ser artesanos de bendición? Los minutantes son artesanos de bendición. Me han dicho que un santo sacerdote, que trabajaba hace años en la Secretaría de Estado, había colocado en el interior de la puerta de su oficina una hoja que decía: “Mi trabajo es humilde, humillado y humillante”. Una visión un tanto negativa, pero algo tiene de cierto y de bueno. Diría que expresa el estilo típico de la artesanía de la Curia, entendiéndolo, por supuesto, en sentido positivo: la humildad como camino del bien-decir. El camino de Dios que en Jesús se abaja y viene a habitar nuestra condición humana, y así nos bendice. Y de esto puedo dar testimonio: en la última Encíclica, sobre el Sagrado Corazón —que el Cardenal Re ha mencionado—, ¡cuántos han trabajado! ¡cuántos! Los borradores iban y volvían. Tantos, tantos, con pequeños detalles.

Estimados hermanos y hermanas, es hermoso pensar que, en el trabajo diario, especialmente en aquel que se realiza en lo escondido, cada uno de nosotros puede contribuir para llevar al mundo la bendición de Dios. Pero en esto debemos ser coherentes: no podemos escribir bendiciones y después hablar mal del hermano o de la hermana, arruina la bendición. Este es mi deseo: que el Señor, nacido para nosotros en la humildad, nos ayude a ser en todo momento mujeres y hombres bien-dicientes.

¡Feliz Navidad a todos!

La audiencia del Papa para las felicitaciones de Navidad a los trabajadores del Vaticano

Aula Pablo VI, 21 de diciembre de 2024

Construir el bien común
en familia y con el diálogo

¡Queridas hermanas, queridos hermanos, buenos días, bienvenidos!

Me alegra de que podamos intercambiar las felicitaciones de Navidad. Expreso en primer lugar mi gratitud a cada uno de vosotros por el trabajo que hacéis, tanto en beneficio de la Ciudad del Vaticano como de la Iglesia universal. Como cada año, habéis venido con vuestras familias y por esto quisiera reflexionar un momento, brevemente, con vosotros precisamente sobre estos dos valores: trabajo y familia.

Primero: el trabajo. Lo que hacéis es ciertamente mucho. Pasando por las calles y por los patios de la Ciudad del Vaticano, en los pasillos y en las oficias de los diferentes Dicasterios y en los diferentes lugares de servicio, la sensación es de encontrarse como una gran colmena. Y también ahora hay quien está trabajando para hacer posible este encuentro y no ha podido venir: ¡digámosles gracias!

Hoy estáis aquí en un ambiente de fiesta, con la vivacidad de la fiesta en el corazón, la vivacidad de las sonrisas. El resto del año, en cambio, la vida es más normal, no es fiesta, es trabajo continuo, pero siempre con una sonrisa del corazón. Al fin y al cabo, son dos rostros diferentes de la misma belleza: la de quien construye con los otros y para los otros algo bueno para todos. Jesús mismo nos lo ha mostrado: Él, el Hijo de Dios, que por amor nuestro se ha hecho humildemente aprendiz de carpintero siguiendo a José (cfr Lc 2,51-52; S. Pablo VI, Homilía en Nazaret, 5 de enero 1964). En Nazaret pocos lo sabían, casi nadie, pero en el taller del carpintero, junto con y a través de muchas otras cosas, ¡la salvación del mundo fue construida por los artesanos! ¿Habéis pensado en esto: que la salvación fue construida “por artesanos”? Y lo mismo, en sentido análogo, vale para vosotros, que con vuestro trabajo cotidiano, en las Nazaret escondidas de vuestras tareas particulares, contribuís a llevar a Cristo a toda la humanidad y a difundir en todo el mundo su Reino (cfr Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 34-36).

Y después vamos al segundo punto: la familia. Da alegría veros juntos, también con los niños: ¡que bonitos! San Juan Pablo II decía que, para la Iglesia, la familia es como «su cuna» (Exhort. ap. Familiaris consortio, 22 noviembre 1981, 15). ¡Amad la familia, por favor! Y es verdad: la familia, de hechco, fundada y enraizada en el Matrimonio, es el lugar en el que se genera la vida – ¡y qué importante es hoy acoger la vida! -. Después está la primera comunidad en la que, desde la infancia, se encuentran la fe, la Palabra de Dios y los Sacramentos, en los que se aprende a cuidar los unos de los otros y a crecer en el amor, a todas las edades. La fe se transmite en la familia y San Pablo lo decía a Timoteo: “Tu madre, tu abuela…” (cfr 2Tm 1,5). En la familia ha sido transmitida la fe. Os animo por eso – padre, hijos, abuelos y nietos, los abuelos tienen una gran importancia – os animo a permanecer siempre unidos, juntos y en torno al Señor: en el respeto, en la escucha, en el cuidado recíproco.

Hay una cosa que quisiera subrayar de la familia. Una pregunta que hago a los padres que tienen niños pequeños: ¿vosotros sois capaces de jugar con vuestros hijos? ¿Vosotros jugáis con los hijos? Es importante sentarse en el suelo con el niño, con la niña, ¡jugar con los hijos! Después, otra cosa: ¿vosotros visitáis a los abuelos? ¿Los abuelos están en familia o viven en residencias sin que nadie vaya a verlos? Los abuelos, quizá, deben estar en residencias, ¡pero id a visitarles! Que os sientan continuamente presentes. Siempre unidos, os lo pido, también en la oración hecha juntos, porque sin oración no se va adelante, ni tampoco en familia. ¡Enseñad a rezar a los niños! Y a propósito, en estos días, os sugiero que encontréis algún momento para recogeros, juntos, entorno al pesebre, para dar gracias a Dios por sus dones, para pedirle ayuda para el futuro y para renovaros unos a otros vuestro afecto delante del Niño Jesús.

Queridos, gracias por este encuentro y por todo lo que hacéis. Os deseo todo lo mejor para la Santa Navidad y para el Año que va a iniciar: el Año Santo de la esperanza. ¡También en la familia crece la esperanza! Os bendigo y os pido: no os olvidéis de rezar por mí. Y si alguno tiene alguna dificultad especial, por favor hablad, decidlo a los responsables, porque nosotros queremos resolver todas las dificultades. Y esto se hace con el diálogo y no gritando ni callando. ¡Se dialoga, siempre! “Señor administrador, cardenal, Papa, Padre, tengo esta dificultad. ¿Me ayuda a resolverla?”. Y trataremos juntos de resolver las dificultades.

¡Gracias, muchas gracias y feliz Navidad!

En el Ángelus desde la capilla de Santa Marta nuevo sentido llamamiento del Papa

Domus Sanctae Marthae, 22 de diciembre de 2024

En Navidad pueda cesar el fuego sobre todos los frentes de guerra

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Lamento no estar en la Plaza con ustedes, pero me estoy mejorando y se deben tomar precauciones.

Hoy el Evangelio nos presenta a María que, tras el anuncio del ángel, visita a Isabel, su pariente anciana (cf. Lc 1, 39-45), que también espera un hijo. Así, es el encuentro de dos mujeres felices por el don extraordinario de la maternidad: María acaba de concebir a Jesús, el Salvador del mundo (cf. Lc 1, 31-35), e Isabel, a pesar de su avanzada edad, lleva en su seno a Juan, que preparará el camino que precederá al Mesías (cf. Lc 1, 13-17), Juan Bautista.

Ambas tienen mucho de qué alegrarse, y tal vez podríamos sentirlas lejanas al ser protagonistas de milagros tan grandes, que normalmente no ocurren en nuestra experiencia. El mensaje que el Evangelista quiere darnos, pocos días antes de Navidad, es este, es distinto. En efecto, la contemplación de los signos prodigiosos de la acción salvífica de Dios no debe hacernos sentir nunca lejanos de Él, sino ayudarnos a reconocer su presencia y su amor cerca de nosotros, por ejemplo en el don de cada vida, de cada niño, de su madre. El don de la vida… He leído en el programa “A Sua immagine” algo hermoso que estaba escrito: ¡Ningún niño es un error! El don de la vida…

En la plaza, habrá también hoy madres con sus hijos, y quizá también haya algunas que estén en la «dulce espera de uno». Por favor, no seamos indiferentes a su presencia, aprendamos a admirarnos de su belleza y, como hicieron Isabel y María, aquella belleza de las mujeres encinta, bendigamos a las madres y alabemos a Dios por el milagro de la vida. A mí me gusta – me gustaba, porque ahora no puedo hacerlo – cuando en la otra diócesis andaba en bus, cuando subía al bus una mujer embarazada, de inmediato le daban el puesto para sentarse: ¡Un gesto de esperanza y de respeto!

Hermanos y hermanas, estos días nos gusta crear un ambiente festivo con luces, adornos y música navideña. Recordemos, sin embargo, expresar sentimientos de alegría cada vez que nos encontremos con una madre que lleva a su hijo en brazos o en su regazo. Y cuando esto nos suceda, oremos en nuestro corazón y digamos también, como Isabel: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1, 42); cantemos como María: «Proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1, 46), para que toda maternidad sea bendecida, y en cada madre del mundo sea agradecido y exaltado el nombre de Dios, que confía a los hombres y a las mujeres el poder dar la vida a los hijos.

Dentro de un momento bendeciremos las figuras del «Niño Dios», yo he traído el mío. Me lo regaló el arzobispo de Santa Fe; fue hecho por aborígenes ecuatorianos… estas figuras del «Niño Dios» que ustedes han traído. Podemos preguntarnos, entonces: ¿Doy gracias al Señor porque se hizo hombre como nosotros, para compartir en todo, excepto en el pecado, nuestra existencia? ¿Yo alabo al Señor y lo bendigo por cada niño que nace? ¿Soy gentil cuando encuentro a una madre en dulce espera? ¿Sostengo y defiendo el valor sagrado de la vida de los pequeños desde su concepción en el seno materno?

Que María, la Bendita entre todas las mujeres, nos haga capaces de experimentar asombro y gratitud ante el misterio de la vida que nace.

Después del Ángelus el Papa lanzó llamamientos por la paz en Mozambique, desde donde llegan noticias preocupantes, por la atormentada Ucrania, Tierra Santa y todo Oriente Medio, en particular en Gaza, denunciando la crueldad de «niños ametrallados» y «bombardeos de escuelas y hospitales.». Después aseguró cercanía a los «ciudadanos italianos que viven en territorios» esperando «una recuperación para proteger su salud», como aquellos que «han sufrido la reciente tragedia de Calenzano», cerca de Florencia,, con la muerte de cinco trabajadores que tuvo lugar el 13 de diciembre a causa de una explosión de un depósito de carburantes. Finalmente mencionó el encuentro que había ocurrido poco antes con los niños y las madres que asisten al Dispensario Santa Marta en el Vaticano y bendijo las figuras del Niño Jesús de los pesebres que llevaron los niños romanos, exhortándoles a no olvidar a los abuelos sobre todo «en estos días» de fiesta.

Queridos hermanos y hermanas

Sigo siempre con atención y preocupación las noticias que llegan de Mozambique, y deseo renovar a ese amado pueblo mi mensaje de esperanza, paz y reconciliación. Rezo para que el diálogo y la búsqueda del bien común, sostenidos por la fe y la buena voluntad, prevalezcan sobre la desconfianza y la discordia.

La atormentada Ucrania sigue siendo golpeada por atentados en las ciudades, que a veces dañan escuelas, hospitales, iglesias. Que callen las armas y resuenen los villancicos. Recemos para que en Navidad cese el fuego en todos los frentes de guerra, en Tierra Santa, en Ucrania, en todo Medio Oriente y en el mundo entero. Y con dolor pienso en Gaza, en tanta crueldad; en los niños ametrallados, en los bombardeos de escuelas y hospitales... ¡Cuánta crueldad!

Saludo con afecto a todos ustedes, romanos y peregrinos. Saludo a la delegación de ciudadanos italianos que viven en territorios que esperan desde hace tiempo una recuperación para proteger su salud. Expreso mi cercanía a estas poblaciones, especialmente a las que han sufrido la reciente tragedia de Calenzano.

Esta mañana he tenido la alegría de estar con los niños, con sus madres, que acuden al Dispensario Santa Marta, en el Vaticano, dirigido -aquí en el Vaticano- por las Hermanas Vicentinas, ¡qué buenas religiosas son! Entre ellas hay una hermana que es como la abuela de todo, la buena sor Antonietta, a la que recuerdan con tanto amor. Y a mí, tantos niños que había, me han llenado el corazón de alegría. Repito: «¡Ningún niño es un error!».

Y ahora bendigo a las imágenes del «Niño Dios», yo he traído el mío, las figuritas del Niño Jesús que ustedes, queridos niños y jóvenes, han traído aquí y que pondrán en el pesebre al regresar a casa. Les agradezco este gesto sencillo, pero importante. Los bendigo de corazón a todos, a sus padres, a sus abuelos, a sus familias. Y, por favor, ¡no se olviden de sus abuelos! Que nadie esté solo estos días.

Y les deseo a todos un buen domingo. Por favor, no se olviden de rezar por mí. Que el Señor los bendiga. Que tengan un buen almuerzo y ¡adiós!

La homilía del Pontífice durante la misa en la noche de Navidad

Basílica de San Pedro, 24 de diciembre de 2024

Renovar la esperanza en las desolaciones de nuestro tiempo

«Recuperar la esperanza perdida» y sembrarla «rápidamente» en las «desolaciones de nuestro tiempo y de nuestro mundo». Es la invitación del Papa Francisco en la misa celebrada la noche de Navidad, el martes 24 de diciembre, en la basílica de San Pedro, justo después del rito de apertura de la Puerta Santa con la que dio inicio el Jubileo 2025. El Pontífice encomendó al Pueblo de Dios «el compromiso» de llevar esperanza «donde la vida está herida», en particular «en los lugares profanados por la guerra y la violencia». A continuación la homilía pronunciada por el Pontífice

Un ángel del Señor, envuelto de luz, alumbró la noche y dio el anuncio gozoso a los pastores: «Les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11). Entre el asombro de los pobres y el canto de los ángeles, el cielo se abrió sobre la tierra; Dios se hizo uno de nosotros para hacernos como Él, descendió entre nosotros para elevarnos y llevarnos al abrazo del Padre.

Esta, hermanas y hermanos, es nuestra esperanza. Dios es el Emanuel, el “Dios con nosotros”. El infinitamente grande se hizo pequeño; la luz divina brilló entre las tinieblas del mundo, la gloria del cielo se asomó a la tierra. ¿Cómo? En la pequeñez de un Niño. Y si Dios viene, aun cuando nuestro corazón se asemeja a un pobre pesebre, entonces podemos decir: la esperanza no ha muerto, la esperanza está viva, y envuelve nuestra vida para siempre. La esperanza no defrauda.

Hermanas y hermanos, con la apertura de la Puerta Santa damos inicio a un nuevo Jubileo. Cada uno de nosotros puede entrar en el misterio de este anuncio de gracia. En esta noche, la puerta de la esperanza se ha abierto de par en par al mundo; en esta noche, Dios dice a cada uno: ¡también hay esperanza para ti! Hay esperanza para cada uno de nosotros. Pero no se olviden, hermanas y hermanos, que Dios perdona todo, Dios perdona siempre. No se olviden de esto, que es un modo de entender la esperanza en el Señor.

Para acoger este regalo, estamos llamados a ponernos en camino con el asombro de los pastores de Belén. El Evangelio dice que ellos, habiendo recibido el anuncio del ángel, «fueron rápidamente» (Lc 2,16). Esta es la señal para recuperar la esperanza perdida: renovarla dentro de nosotros, sembrarla en las desolaciones de nuestro tiempo y de nuestro mundo rápidamente. ¡Y hay tantas desolaciones en nuestro tiempo! Pensemos a las guerras, a los niños ametrallados, a las bombas sobre las escuelas y sobre los hospitales. Disponerse rápidamente, sin aminorar el paso, dejándose atraer por la buena noticia.

Sin tardar, vayamos a ver al Señor que ha nacido por nosotros, con el corazón ligero y despierto, dispuesto al encuentro, para ser capaces de llevar la esperanza a las situaciones de nuestra vida. Y esta es nuestra tarea, traducir la esperanza en las distintas situaciones de la vida. Porque la esperanza cristiana no es un final feliz que hay que esperar pasivamente, no es el final feliz de una película; es la promesa del Señor que hemos de acoger aquí y ahora, en esta tierra que sufre y que gime. Esta esperanza, por tanto, nos pide que no nos demoremos, que no nos dejemos llevar por la rutina, que no nos detengamos en la mediocridad y en la pereza; nos pide —diría san Agustín— que nos indignemos por las cosas que no están bien y que tengamos la valentía de cambiarlas; nos pide que nos hagamos peregrinos en busca de la verdad, soñadores incansables, mujeres y hombres que se dejan inquietar por el sueño de Dios; que es el sueño de un mundo nuevo, donde reinan la paz y la justicia.

Aprendamos del ejemplo de los pastores, la esperanza que nace en esta noche no tolera la indolencia del sedentario ni la pereza de quien se acomoda en su propio bienestar —y muchos de nosotros, tenemos el peligro de acomodarnos en nuestro propio bienestar—; la esperanza no admite la falsa prudencia de quien no se arriesga por miedo a comprometerse, ni el cálculo de quien sólo piensa en sí mismo; es incompatible con la vida tranquila de quien no alza la voz contra el mal ni contra las injusticias que se cometen sobre la piel de los más pobres. Al contrario, la esperanza cristiana, mientras nos invita a la paciente espera del Reino que germina y crece, exige de nosotros la audacia de anticipar hoy esta promesa, a través de nuestra responsabilidad, y no sólo, también a través de y nuestra compasión. Y aquí tal vez nos hará bien interrogarnos sobre nuestra compasión: ¿tengo compasión?, ¿sé padecer-con? Pensémoslo.

Viendo cómo a menudo nos acomodamos a este mundo, adaptándonos a su mentalidad, un buen sacerdote escritor rezaba en la santa Navidad de esta manera: “Señor, te pido algún tormento, alguna inquietud, algún remordimiento. En Navidad quisiera encontrarme insatisfecho. Contento, pero también insatisfecho. Contento por lo que haces Tú, insatisfecho por mi falta de respuestas. Quítanos, por favor, nuestras falsas seguridades, y coloca dentro de nuestro ‘pesebre’, siempre demasiado lleno, un puñado de espinas. Pon en nuestra alma el deseo de algo más” (cf. A. Pronzato, La novena de Navidad). El deseo de algo más. No quedarnos quietos. No olvidemos que el agua estancada es la que primero se corrompe.

La esperanza cristiana es precisamente ese “algo más” que nos impulsa a movernos “rápidamente”. A nosotros, discípulos del Señor, se nos pide, en efecto, que hallemos en Él nuestra mayor esperanza, para luego llevarla sin tardanza, como peregrinos de luz en las tinieblas del mundo.

Hermanas y hermanos, este es el Jubileo, este es el tiempo de la esperanza. Este nos invita a redescubrir la alegría del encuentro con el Señor, nos llama a la renovación espiritual y nos compromete en la transformación del mundo, para que este llegue a ser realmente un tiempo jubilar. Que llegue a serlo para nuestra madre tierra, desfigurada por la lógica del beneficio; que llegue a serlo para los países más pobres, abrumados por deudas injustas; que llegue a serlo para todos aquellos que son prisioneros de viejas y nuevas esclavitudes.

Todos nosotros tenemos el don y la tarea de llevar esperanza allí donde se ha perdido; allí donde la vida está herida, en las expectativas traicionadas, en los sueños rotos, en los fracasos que destrozan el corazón; en el cansancio de quien no puede más, en la soledad amarga de quien se siente derrotado, en el sufrimiento que devasta el alma; en los días largos y vacíos de los presos, en las habitaciones estrechas y frías de los pobres, en los lugares profanados por la guerra y la violencia. Llevar esperanza allí, sembrar esperanza allí.

El Jubileo se abre para que a todos les sea dada la esperanza, la esperanza del Evangelio, la esperanza del amor, la esperanza del perdón.

Volvamos al pesebre, contemplemos el pesebre, miremos la ternura de Dios que se manifiesta en el rostro del Niño Jesús, y preguntémonos: “¿Tenemos esta expectativa en nuestro corazón? ¿Tenemos esta esperanza en nuestro corazón? Contemplando la benevolencia de Dios, que vence nuestra desconfianza y nuestros miedos, contemplamos también la grandeza de la esperanza que nos aguarda. Que esta visión de esperanza ilumine nuestro camino de cada día” (cf. C. M. Martini, Homilía de Navidad, 1980).

Hermana, hermano, en esta noche la “puerta santa” del corazón de Dios se abre para ti. Jesús, Dios con nosotros, nace para ti, para mí, para nosotros, para todo hombre y mujer. Y, ¿saben?, con Él florece la alegría, con Él la vida cambia, con Él la esperanza no defrauda.

En el mensaje natalicio “Urbi et Orbi”

Balcón central de la Basílica Vaticana,
25 de diciembre de 2024

Hacer callar las armas
y superar las divisiones

Queridos hermanas y hermanos: ¡Feliz Navidad!

Anoche se ha renovado el misterio que no cesa de asombrarnos y conmovernos: la Virgen María dio a luz a Jesús, el Hijo de Dios, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre. Así lo encontraron los pastores de Belén, llenos de alegría, mientras los ángeles cantaban: “Gloria a Dios y paz a los hombres” (cf. Lc 2,6-14). Paz a los hombres.

Sí, este acontecimiento, ocurrido hace más de dos mil años, se renueva por obra del Espíritu Santo, el mismo Espíritu de amor y de vida que fecundó el seno de María y de su carne humana formó a Jesús. Y así hoy, en los afanes de nuestro tiempo, realmente se encarna de nuevo la Palabra eterna de salvación, que dice a cada hombre y a cada mujer; que dice al mundo entero —este es el mensaje—: Yo te amo, yo te perdono, vuelve a mí, la puerta de mi corazón está abierta para ti.

Hermanas y hermanos, la puerta del corazón de Dios está siempre abierta, regresemos a Él. Volvamos al corazón que nos ama y nos perdona. Dejémonos perdonar por Él, dejémonos reconciliar con Él. Dios perdona siempre, Dios perdona todo. Dejémonos perdonar por Él.

Este es el significado de la Puerta Santa del Jubileo, que ayer por la noche abrí aquí en San Pedro: representa a Jesús, Puerta de salvación abierta a todos. Jesús es la Puerta; es la Puerta que el Padre misericordioso ha abierto en medio del mundo, en medio de la historia, para que todos podamos volver a Él. Todos somos como ovejas perdidas y tenemos necesidad de un Pastor y de una Puerta para regresar a la casa del Padre. Jesús es el Pastor, Jesús es la Puerta.

Hermanas y hermanos, no tengan miedo. La Puerta está abierta, la puerta está abierta de par en par. No es necesario tocar a la puerta. Está abierta. Vengan, dejémonos reconciliar con Dios, y entonces nos reconciliaremos con nosotros mismos y podremos reconciliarnos entre nosotros, incluso con nuestros enemigos. La misericordia de Dios lo puede todo, desata todo nudo, abate todo muro que divide, la misericordia de Dios disipa el odio y el espíritu de venganza. Vengan, Jesús es la Puerta de la paz.

Con frecuencia nos detenemos en el umbral; no tenemos el valor para atravesarlo, porque nos interpela. Entrar por la Puerta requiere el sacrificio de dar un paso adelante, de dejar atrás contiendas y divisiones, para abandonarnos en los brazos abiertos del Niño que es el Príncipe de la paz. En esta Navidad, inicio del Año jubilar, invito a todas las personas, a todos los pueblos y naciones a armarse de valor para cruzar la Puerta, a hacerse peregrinos de esperanza, a silenciar las armas y superar las divisiones.

Que callen las armas en la martirizada Ucrania. Que se tenga la audacia de abrir la puerta a las negociaciones y a los gestos de diálogo y de encuentro, para llegar a una paz justa y duradera.

Que callen las armas en Oriente Medio. Con los ojos fijos en la cuna de Belén, dirijo mi pensamiento a las comunidades cristianas de Palestina e Israel, y en particular a la comunidad de Gaza, donde la situación humanitaria es gravísima. Que cese el fuego, que se liberen los rehenes y se ayude a la población extenuada por el hambre y la guerra. Llevo en el corazón también a la comunidad cristiana del Líbano, sobre todo del sur, y a la de Siria, en este momento tan delicado. Que se abran las puertas del diálogo y de la paz en toda la región, lacerada por el conflicto. Y quiero recordar aquí también al pueblo libio, animándolo a buscar soluciones que permitan la reconciliación nacional.

Que el nacimiento del Salvador traiga un tiempo de esperanza a las familias de miles de niños que están muriendo a causa de la epidemia de sarampión en la República Democrática del Congo, así como a las poblaciones del oriente de ese país y a las de Burkina Faso, de Malí, de Níger y de Mozambique. La crisis humanitaria que las golpea está causada principalmente por conflictos armados y por la plaga del terrorismo y se agrava por los efectos devastadores del cambio climático, que provoca la pérdida de vidas humanas y el desplazamiento de millones de personas. Pienso también en las poblaciones de los países del Cuerno de África para los que imploro los dones de la paz, la concordia y la fraternidad. Que el Hijo del Altísimo sostenga el compromiso de la comunidad internacional para favorecer el acceso de la población civil de Sudán a las ayudas humanitarias y poner en marcha nuevas negociaciones con el propósito de un alto el fuego.

Que el anuncio de la Navidad traiga consuelo a los habitantes de Myanmar, que, a causa de los continuos enfrentamientos armados, padecen grandes sufrimientos y son obligados a huir de sus casas.

Que el Niño Jesús inspire a las autoridades políticas y a todas las personas de buena voluntad del continente americano, con el fin de encontrar lo antes posible soluciones eficaces en la verdad y la justicia, para promover la armonía social, en particular pienso en Haití, Venezuela, Colombia y Nicaragua, y se trabaje, especialmente durante este Año jubilar, para edificar el bien común y redescubrir la dignidad de cada persona, superando las divisiones políticas.

Que el Jubileo sea ocasión para derribar todos los muros de separación: los ideológicos, que tantas veces marcan la vida política, y también los materiales, como la división que afecta desde hace ya cincuenta años a la isla de Chipre y que ha lacerado el tejido humano y social. Hago votos para que se pueda alcanzar una solución compartida, una solución que ponga fin a la división respetando plenamente los derechos y la dignidad de todas las comunidades chipriotas.

Jesús, el Verbo eterno de Dios hecho hombre, es la Puerta abierta de par en par; es la Puerta abierta de par en par que estamos invitados a pasar para redescubrir el sentido de nuestra existencia y la sacralidad de cada vida —cada vida es sagrada—, y para recuperar los valores fundamentales de la familia humana. Él nos espera en ese umbral. Nos espera a cada uno de nosotros, especialmente a los más frágiles. Espera a los niños, a todos los niños que sufren por la guerra y sufren por el hambre. Espera a los ancianos —nuestros ancestros—, obligados muchas veces a vivir en condiciones de soledad y abandono. Espera a cuantos han perdido la propia casa o huyen de su tierra, tratando de encontrar un refugio seguro. Espera a cuantos han perdido o no encuentran trabajo. Espera a los encarcelados que, a pesar de todo, son hijos de Dios, siguen siendo hijos de Dios. Espera a cuantos son perseguidos por su fe. Que son muchos.

En este día de fiesta, que no falte nuestra gratitud hacia quien se esmera al máximo por el bien de manera silenciosa y fiel. Pienso en los padres, los educadores y los maestros, que tienen la gran responsabilidad de formar a las nuevas generaciones; pienso en el personal sanitario, en las fuerzas del orden, en cuantos llevan adelante obras de caridad, especialmente en los misioneros esparcidos por el mundo, que llevan luz y consuelo a tantas personas en dificultad. A todos ellos queremos decirles: ¡gracias!

Hermanos y hermanas, que el Jubileo sea la ocasión para perdonar las deudas, especialmente aquellas que gravan sobre los países más pobres. Cada uno de nosotros está llamado a perdonar las ofensas recibidas, porque el Hijo de Dios, que nació en la fría oscuridad de la noche, perdona todas nuestras ofensas. Él ha venido a curarnos y perdonarnos. Peregrinos de esperanza, vayamos a su encuentro. Abrámosle las puertas de nuestro corazón. Abrámosle las puertas de nuestro corazón, como Él nos ha abierto de par en par la puerta del suyo.

A todos les deseo una serena y santa Navidad.

Apertura de la Puerta Santa y Santa Misa del Papa en la fiesta de san Esteban

Prisión de Rebibbia, 26 de diciembre 2024

Corazones abiertos de par en par también en las situaciones difíciles

¡Queridas hermanas y queridos hermanos, buenos días y feliz Navidad!

He querido abrir de par en par la Puerta, hoy, aquí. La primera la he abierto en San Pedro, la segunda es vuestra. Es un bonito gesto el de abrir de par en par, abrir: abrir las puertas. Pero más importante es lo que significa: es abrir el corazón. Corazones abiertos. Y esto hace la fraternidad. Los corazones cerrados, esos duros, no ayudan a vivir. Por esto, la gracia de un Jubileo es abrir de par en par, abrir, y sobre todo abrir los corazones a la esperanza. ¡La esperanza no decepciona nunca! (cfr Rm 5,5) Pensad bien en esto. También yo lo pienso, porque en los momentos difíciles uno piensa que todo se ha terminado, que no se resuelve nada. Pero la esperanza no decepciona nunca.

A mí me gusta pensar en la esperanza como el ancla que está en la orilla y nosotros con la cuerda estamos ahí, seguro, porque nuestra esperanza es como el ancla sobre la tierra firme (cfr Hb 6,17-20). No perder la esperanza. Este es el mensaje que quiero daros; a todos, a todos nosotros. Yo el primero. Todos. No perder la esperanza. La esperanza nunca decepciona. Nunca. A veces la cuerda está dura y nos hace daño en las manos… pero con la cuerda, siempre con la cuerda en la mano, mirando la orilla, el ancla nos lleva adelante. Siempre hay algo bueno, siempre hay algo que nos hace ir adelante.

La cuerda en la mano y, segundo, las ventanas abiertas de par en par, las puertas abiertas de par en par. Sobre todo la puerta del corazón. Cuando el corazón está cerrado se vuelve duro como una piedra; se olvida de la ternura. También en las situaciones más difíciles – cada uno de nosotros tiene la propia, más fácil, más difícil, pienso en vosotros – siempre el corazón abierto; el corazón, que es precisamente lo que nos hace hermanos. Abrir las puertas del corazón de par en par. Cada uno sabe cómo hacerlo. Cada uno sabe dónde la puerta está cerrada o semicerrada. Cada uno sabe.

Dos cosas os digo. Primero: la cuerda en la mano, con el ancla de la esperanza. Segundo: abrir de par en par las puertas del corazón. Hemos abierto esta, pero esto es un símbolo de la puerta de nuestro corazón.

Os deseo un gran Jubileo. Os deseo mucha paz, mucha paz. Y todos los días rezo por vosotros. De verdad. No es una forma de hablar. Pienso en vosotros y rezo por vosotros. Y vosotros rezad por mí. Gracias.

Palabras improvisadas después de la Bendición final

Ahora no olvidemos dos cosas que debemos hacer con las manos. Primero: aferrarse a la cuerda de la esperanza, aferrarse al ancla, a la cuerda. No dejarla nunca. Segundo: abrir de par en par los corazones. Corazones abiertos. Que el Señor nos ayude en todo esto gracias.

Palabras improvisadas pronunciadas al finalizar la santa misa

Antes de terminar, deseo a todos un feliz año. Que el próximo año sea mejor que este. Cada año debe ser mejor. Después, desde aquí, quiero saludar a los detenemos que se han quedado en la celda, que no han podido venir. Un saludo a todos y a cada uno de vosotros.

Y no olvidar: aferrarse al ancla. Las manos aferradas. No lo olvidéis. Feliz año a todos. Gracias.

En el Ángelus Francisco renueva el llamamiento por de paz en lo muchos países que están en guerra

Plaza de San Pedro, 26 de diciembre de 2024

«¡Basta de colonizar
a los pueblos con las armas!»

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz fiesta! ¡Feliz fiesta a todos!

Hoy, inmediatamente después de Navidad, la liturgia celebra a San Esteban, el primer mártir. El relato de su lapidación se encuentra en los Hechos de los Apóstoles (cfr. 6,8-12; 7,54-60), y nos lo presenta mientras, al morir, reza por sus asesinos. Y esto nos hace reflexionar: en efecto, aunque a primera vista Esteban parece sufrir impotente la violencia, en realidad, como hombre verdaderamente libre, sigue amando incluso a sus asesinos y ofrece su vida por ellos, como Jesús (cfr. Jn 10,17-18; Lc 23,34); ofrece la vida para que se arrepientan y, perdonados, puedan tener el don de la vida eterna.

De este modo, el diácono Esteban se nos presenta como testigo de ese Dios que tiene un solo gran deseo: «que todos se salven» (1Tm 2,4) -este es el deseo del corazón de Dios-, que nadie se pierda (cfr. Jn 6,39; 17,1-26). Esteban es testigo de este Padre -nuestro Padre- que quiere el bien y sólo el bien para cada uno de sus hijos, siempre; el Padre que no excluye a ninguno, el Padre que nunca se cansa de buscarlos (cfr. Lc 15,3-7) y de acogerlos cuando, después de haberse alejado, regresan arrepentidos a Él (cfr. Lc 15,11-32), y el Padre que no se cansa de perdonar. Recuerden esto: Dios perdona siempre y Dios perdona todo.

Volvamos a Esteban. Desgraciadamente, también hoy hay, en diversas partes del mundo, muchos hombres y mujeres perseguidos, a veces hasta la muerte, a causa del Evangelio. Lo que hemos dicho de Esteban también vale para ellos. No se dejan matar por debilidad, ni para defender una ideología, sino para hacer partícipes a todos del don de la salvación. Y lo hacen, en primer lugar, por el bien de sus asesinos, por sus asesinos… y rezan por ellos.

Nos ha dejado un ejemplo muy hermoso el Beato Christian de Chergé, que llamó a su asesino «amigo del último minuto».

Preguntémonos entonces, cada uno de nosotros: ¿siento el deseo de que todos conozcan a Dios y todos se salven? ¿Sé querer el bien incluso para quienes me hacen sufrir? ¿Me intereso por los muchos hermanos perseguidos a causa de la fe y rezo por ellos?

Que María, Reina de los Mártires, nos ayude a ser testigos valientes del Evangelio para la salvación del mundo.

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Les renuevo a todos ustedes mis deseos de una santa Navidad. En estos días he recibido muchos mensajes y muestras de cercanía. Deseo dar las gracias a todos de corazón: a cada persona, a cada familia, a las parroquias y a las asociaciones. ¡Gracias a todos!

Ayer por la tarde comenzó la fiesta de las luces, Hanukkah, que celebran durante ocho días nuestros hermanos y hermanas hebreos en el mundo, a quienes envío mis mejores deseos de paz y fraternidad.

Y les saludo a todos ustedes, romanos y peregrinos de Italia y de varios países. Pienso que muchos han realizado un recorrido jubilar que conduce a la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro. Es un hermoso signo, un signo que expresa el sentido de nuestra vida: ir al encuentro de Jesús, que nos ama y nos abre su Corazón para hacernos entrar en su reino de amor, de alegría y de paz.

Esta mañana he abierto una Puerta Santa, después de la de San Pedro, en la cárcel romana de Rebibbia. Ha sido como, por así decirlo, “la catedral del dolor y de la esperanza”.

Una de las acciones que caracterizan los Jubileos es la remisión de las deudas. Por tanto, animo a todos a sostener la campaña de Caritas Internationalis llamada “Transformar la deuda en esperanza”, para aliviar los países agobiados por deudas insostenibles y promover el desarrollo.

La cuestión de la deuda está ligada a la de la paz y la del mercado negro de armamentos. ¡Basta de colonizar a los pueblos con las armas! Trabajemos por el desarme, trabajemos contra el hambre, contra las enfermedades, contra el trabajo infantil. ¡Y recemos, por favor, por la paz en el mundo entero! Paz en la atormentada Ucrania, en Gaza, Israel, Myanmar, Kivu del Norte y muchos otros países en guerra.

Les deseo a todos un feliz día

Ángelus del Pontífice

Plaza de San Pedro, 29 de diciembre de 2024

La familia es un tesoro precioso que hay que apoyar y proteger

Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz domingo!

Hoy celebramos a la Sagrada Familia de Nazaret. El Evangelio narra cuando Jesús, de 12 años, al final de la peregrinación anual a Jerusalén, fue perdido por María y José, que lo encontraron más tarde en el Templo discutiendo con los doctores (cf. Lc 2,41-52). El evangelista Lucas revela el estado de ánimo de María, que pregunta a Jesús: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, te buscábamos» (v. 48). Jesús le responde: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» (v. 49).

Es una experiencia casi habitual de una familia que alterna momentos tranquilos con otros dramáticos. Parece la historia de una crisis familiar, una crisis de nuestros días, de un adolescente difícil y de dos padres que no logran comprenderle. Detengámonos a observar a esta familia. ¿Saben por qué la Familia de Nazaret es un modelo? Porque es una familia que dialoga, que se escucha, que habla. ¡El diálogo es un elemento importante para una familia! Una familia que no se comunica no puede ser una familia feliz.

Es hermoso cuando una madre no empieza con un reproche, sino con una pregunta. María no acusa ni juzga, sino que intenta comprender cómo acoger a este Hijo tan diferente a través de la escucha. A pesar de este esfuerzo, el Evangelio dice que María y José «no entendieron lo que les decía» (v. 50), lo que demuestra que en la familia es más importante escuchar que entender. Escuchar es dar importancia al otro, reconocer su derecho a existir y a pensar por sí mismo. Los hijos necesitan esto. Piensenlo bien, ustedes los padres, escuchen, los hijos lo necesitan!

Un momento privilegiado para el diálogo y la escucha en la familia es el momento de la comida. Es bueno estar juntos a la mesa y hablar. Esto puede resolver muchos problemas y, sobre todo, une a las generaciones: los hijos hablando con sus padres, los nietos hablando con sus abuelos... Nunca permanecer encerrado en sí mismo o, peor aún, con la cabeza en el teléfono móvil. Esto no está bien… nunca, nunca esto. Hablar, escucharse, ¡este es el diálogo que hace bien y que hace crecer!

La familia de Jesús, María y José es santa. Sin embargo, hemos visto que ni siquiera los padres de Jesús comprendieron siempre. Podemos reflexionar sobre esto, y no nos sorprendamos si a veces nos sucede en la familia que no nos entendemos. Cuando nos ocurra, preguntémonos: ¿nos hemos escuchado? ¿Afrontamos los problemas escuchándonos unos a otros o nos encerramos en el mutismo, a veces el resentimiento, el orgullo? ¿Nos tomamos un poco de tiempo para dialogar? Lo que podemos aprender hoy de la Sagrada Familia es la escucha mutua.

Encomendémonos a la Virgen María y pidámosle el don de la escucha para nuestras familias.

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas,

Una cordial bienvenida a todos ustedes, romanos y peregrinos. Hoy dirijo un saludo especial a las familias aquí presentes y a las que están conectadas desde casa a través de los medios de comunicación. La familia es la célula de la sociedad, ¡la familia es un tesoro precioso que hay que apoyar y proteger!

Mis pensamientos están con las numerosas familias de Corea del Sur que hoy están de luto tras el dramático accidente aéreo. Me uno en la oración por los sobrevivientes y por los fallecidos.

Y recemos también por las familias que sufren a causa de las guerras: en la martirizada Ucrania, en Palestina, en Israel, en Myanmar, en Sudán, en Kivu del Norte, recemos por todas estas familias en guerra.

Saludo a los fieles de Pero-Cerchiate, al grupo del decanato de Varese, a los jóvenes de Cadoneghe y San Pietro in Cariano; a los chicos de confirmación de Clusone, Chiuduno, Adrara San Martino y Almenno San Bartolomeo; a los scouts de Latina, Vasto y Soviore. ¡Y saludo a los chicos de la Inmaculada!

Les deseo a todos un feliz domingo y un feliz fin de año en serenidad. Por favor, no olviden rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!

de fiesta. Por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta la vista!

Vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios y Te Deum de acción de gracias por el año

Basílica de San Pedro, 31 de diciembre de 2024

Roma lugar de obras de la acogida y de la fraternidad

Esta es la hora del agradecimiento, y tenemos la alegría de vivirla celebrando la Santa Madre de Dios. Ella, que custodia en el corazón el misterio de Jesús, nos enseña también a nosotros a leer los signos de los tiempos a la luz de este misterio.

El año que se cierra ha sido un año arduo para la ciudad de Roma. Los ciudadanos, los peregrinos, los turistas y todos los que estaban de paso han experimentado la típica fase que precede al Jubileo, con la multiplicación de las obras grandes y pequeñas. Esta tarde es el momento de una reflexión de sabiduría, para considerar que todo este trabajo, más allá del valor que tiene en sí mismo, ha tenido un sentido que corresponde a la vocación propia de Roma, su vocación universal. A la luz de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar, esta vocación se podría expresar así: Roma está llamada a acoger a todos para que todos puedan reconocerse hijos de Dios y hermanos entre ellos.

Por eso en este momento queremos elevar nuestro agradecimiento al Señor porque nos ha permitido trabajar, y trabajar mucho, y sobre todo porque nos ha permitido hacerlo con este sentido grande, con este horizonte amplio que es la esperanza de la fraternidad.

El lema del Jubileo, “Peregrinos de esperanza”, es rico de significados, en función de las diferentes posibles perspectivas, que son como otras “vías” de la peregrinación. Y una de estos grandes caminos de esperanza sobre el que caminar es la fraternidad: es el camino que he propuesto en la Encíclica Fratelli tutti. ¡Sí, la esperanza del mundo está en la fraternidad! Y es hermoso pensar que nuestra Ciudad en los meses pasados se ha convertido en un lugar de obras para esta finalidad, con este sentido general: prepararse para acoger hombres y mujeres de todo el mundo, católicos y cristianos de otras confesiones, creyentes de toda religión, buscadores de verdad, de libertad, de justicia y de paz, todos peregrinos de esperanza y de fraternidad.

Pero tenemos que preguntarnos: ¿esta perspectiva tiene un fundamento? ¿La esperanza de una humanidad fraterna es solo un eslogan retórico o tiene una base “rocosa” sobre la que poder construir algo estable y duradero?

La respuesta nos la da la Santa Madre de Dios mostrándonos a Jesús. La esperanza de un mundo fraterno no es una ideología, no es un sistema económico, no es el progreso tecnológico. La esperanza de un mundo fraterno es Él, el Hijo encarnado, mandado por el Padre para que todos podamos convertirnos en lo que somos, es decir hijos del Padre que está en los cielos, y por tanto hermanos y hermanas entre nosotros.

Y entonces, mientras admiramos con gratitud los resultados de las obras realizadas en la ciudad – damos las gracias por el trabajo de tantos, tantos hombres y mujeres que lo han hecho, y doy las gracias al señor alcalde por este trabajo de llevar adelante la ciudad -, tomamos conciencia de cuál es la obra decisiva, la obra que involucra a cada uno de nosotros: esta obra es esa en la que, cada día, permitiré a Dios cambiar en mí lo que no es digno de un hijo - ¡cambiar! -, lo que no es humano, y en lo que trabajaré, cada día, para vivir como hermano y hermana de mi prójimo.

Nos ayude nuestra Santa Madre a caminar juntos, como peregrinos de esperanza, en el camino de la fraternidad. El Señor nos bendiga, a todos nosotros; nos perdone los pecados y nos dé la fuerza para ir adelante en nuestra peregrinación en el próximo año. Gracias.

En la Misa de la Jornada Mundial de la Paz

Miércoles 1 de enero de 2025, en la solemnidad de María Santísima Madre de Dios, en la Basílica vaticana

Devolver la dignidad a la vida herida

Por una civilización de paz

Al comienzo de un nuevo año que el Señor nos concede, es hermoso poder elevar la mirada de nuestro corazón a María. Ella, siendo Madre, nos evoca la relación con el Hijo; nos remite a Jesús, nos habla de Jesús, nos orienta hacia Jesús. De ese modo, la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, nos introduce nuevamente en el misterio de la Navidad. Dios se hizo uno de nosotros en el vientre de María y a nosotros, que abrimos la Puerta Santa para dar inicio al Jubileo, hoy se nos recuerda que «María es la puerta a través de la cual Cristo entró en el mundo» (S. Ambrosio, Epístola 42, 4: PL VII).

El apóstol Pablo sintetiza este misterio afirmando que «Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer» (Ga 4,4). Estas palabras —“nacido de una mujer”— resuenan hoy en nuestro corazón y nos recuerdan que Jesús, nuestro Salvador, se hizo carne y se revela en la fragilidad de la carne.

Nacido de una mujer. Esta expresión nos remite ante todo a la Navidad: el Verbo se hizo carne. El apóstol Pablo especifica que nació de una mujer, como si sintiera la necesidad de recordarnos que Dios se hizo verdaderamente hombre a través de un vientre humano. Hay una tentación, que atrae hoy a muchas personas y que puede seducir también a muchos cristianos: imaginar o fabricarnos un Dios “abstracto”, vinculado a una vaga idea religiosa, a alguna agradable emoción pasajera. En cambio, es real, es humano: nació de una mujer, tiene un rostro y un nombre, y nos llama a relacionarnos con Él. Cristo Jesús, nuestro Salvador, nació de una mujer; tiene carne y sangre; procede del seno del Padre, pero se encarna en el vientre de la Virgen María; viene de lo alto del cielo, pero habita en las profundidades de la tierra; es el Hijo de Dios, pero se hizo Hijo del hombre. Él, imagen de Dios omnipotente, vino en la debilidad; y aun sin haber conocido el pecado, «Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21). Nació de una mujer y es uno de nosotros; precisamente por eso Él puede salvarnos.

Nacido de una mujer. Esta expresión nos habla también de la humanidad de Cristo, para decirnos que Él se revela en la fragilidad de la carne. Se encarnó en el vientre de una mujer, naciendo como todas las criaturas, de esa manera Él se muestra en la fragilidad de un Niño. Por eso los pastores, cuando fueron a ver con sus propios ojos lo que el Ángel les había anunciado, no hallaron signos extraordinarios ni manifestaciones grandiosas, sino que «encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre» (Lc 2,16). Encontraron a un niño indefenso, frágil, necesitado del cuidado de su madre, necesitado de pañales y de alimento, de caricias y de amor. San Luis Grignion de Montfort decía que la Sabiduría divina «no quiso, aunque hubiera podido hacerlo, entregarse directamente a los hombres, sino que prefirió comunicárseles por medio de la Santísima Virgen, ni quiso venir al mundo a la edad del varón perfecto, independiente de los demás, sino como niño pequeño y débil, necesitado de los cuidados y asistencia de una Madre» (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, 139). Y en toda la vida de Jesús podemos ver esta elección de Dios, la elección de la pequeñez y el ocultamiento; Él no cederá nunca al esplendor del poder divino para realizar grandes signos e imponerse sobre los demás como le había sugerido el diablo, sino que revelará el amor de Dios en la belleza de su humanidad, habitando entre nosotros, compartiendo la vida ordinaria hecha de fatigas y de sueños, mostrando compasión por los sufrimientos del cuerpo y del espíritu, abriendo los ojos de los ciegos y reanimando a los extraviados de corazón. Compasión. Las tres actitudes de Dios son misericordia, cercanía y compasión. Dios se hace cercano, misericordioso y compasivo. No olvidemos esto. Jesús nos muestra a Dios por medio de su humanidad frágil, que se hace cargo de los frágiles.

Hermanas y hermanos, es hermoso pensar que María, la joven de Nazaret, nos conduce siempre al misterio de su Hijo, Jesús. Ella nos recuerda que Jesús viene en la carne y, por eso, el lugar privilegiado donde es posible encontrarlo es sobre todo en nuestra vida, en nuestra humanidad frágil, en la de quienes pasan a nuestro lado cada día. Invocándola como Madre de Dios, afirmamos que Cristo ha sido generado por el Padre, pero nació verdaderamente del vientre de una mujer. Afirmamos que Él es el Señor del tiempo, pero habita este tiempo nuestro, también este nuevo año, con su presencia de amor. Afirmamos que Él es el Salvador del mundo, pero podemos encontrarlo y debemos buscarlo en el rostro de todo ser humano. Y si Él, que es el Hijo de Dios, se hizo pequeño para ser abrazado por una madre, para ser cuidado y alimentado, entonces significa que hoy Él sigue viniendo en todos aquellos que necesitan del mismo cuidado; en cada hermana y hermano que encontramos y que requiere atención, escucha y ternura.

Confiémosle entonces este nuevo año que comienza a María, Madre de Dios, para que también nosotros aprendamos como Ella a hallar la grandeza de Dios en la pequeñez de la vida; para que aprendamos a cuidar de toda criatura nacida de una mujer, sobre todo protegiendo el don precioso de la vida, como lo hizo María: la vida en el vientre materno, la vida de los niños, la de aquellos que sufren, la vida de los pobres, la vida de los ancianos, la de quienes están solos, la de los moribundos. Y hoy, en la Jornada Mundial de la Paz, todos estamos llamados a aceptar esta invitación que brota del corazón materno de María: proteger la vida, hacernos cargo de la vida herida —hay tanta vida herida—, dignificar la vida de cada “nacido de mujer”; es la base fundamental para construir una civilización de la paz. Por eso, «pido un compromiso firme para promover el respeto de la dignidad de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, para que toda persona pueda amar la propia vida y mirar al futuro con esperanza» (Mensaje para la LVIII Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2025).

María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos espera precisamente ahí, en el belén. También a nosotros, como a los pastores, nos muestra al Dios que nos sorprende siempre, que no viene en el esplendor de los cielos, sino en la pequeñez de un pesebre. Encomendémosle a ella este nuevo año jubilar, entreguémosle a ella los interrogantes, las preocupaciones, los sufrimientos, las alegrías y todo lo que llevamos en el corazón. ¡ella es madre! Confiémosle a ella el mundo entero, para que renazca la esperanza, para que finalmente florezca la paz en todos los pueblos de la tierra.

La historia nos cuenta que, en Éfeso, cuando los obispos entraban en la iglesia, el pueblo fiel, con bastones en la mano, aclamaban: “¡Madre de Dios!”. Seguramente los bastones eran la promesa de lo que les sucedería si no hubieran declarado el dogma de la “Madre de Dios”. Hoy nosotros no tenemos bastones, pero tenemos corazones y voces de hijos. Por eso, todos juntos, aclamamos a la Santa Madre de Dios. Todos juntos: “¡Santa Madre de Dios!”, tres veces. Juntos: “¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios! ¡Santa Madre de Dios!”.

En el Ángelus del domingo 5 de enero

El llamamiento del Papa a respetar el derecho humanitario en los países en guerra

¡Basta de golpear a los civiles!

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz domingo!

Y felicitaciones, ¡sois valientes, con la lluvia! ¡Feliz domingo!

Hoy el Evangelio (cf. Jn 1,1-18), hablándonos de Jesús, Verbo hecho carne, nos dice que «la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron» (Jn 1,5). Es decir, nos recuerda lo poderoso que es el amor de Dios, que no se deja vencer por nada, y que, más allá de obstáculos y rechazos, continúa resplandeciendo e iluminando nuestro camino.

Lo vemos en la Navidad, cuando el Hijo de Dios, hecho hombre, supera tantos muros y tantas divisiones. Afronta la cerrazón de mente y de corazón de los “grandes” de su tiempo, más preocupados por defender el poder que por buscar al Señor (cf. Mt 2,3-18). Comparte la vida humilde de María y José, que lo acogen y crían con amor, pero con las posibilidades limitadas y las dificultades propias de quien no tiene medios: eran pobres. Se ofrece, frágil e indefenso, al encuentro con los pastores (cf. Lc 2,8-18), hombres con el corazón marcado por la crudeza de la vida y por el desprecio de la sociedad; y después con los Magos (cf. Mt 2,1), que movidos por el deseo de conocerlo afrontan un largo viaje y lo encuentran en una casa de gente común, en gran pobreza.

Frente a estos y a otros tantos desafíos, que parecen contradicciones, Dios no se detiene nunca – escuchemos bien esto: Dios no se detiene nunca – : encuentra miles de modos para llegar a todos y a cada uno de nosotros, allá donde nos encontremos, sin cálculos y sin condiciones, abriendo también en las noches más oscuras de la humanidad ventanas de luz que la oscuridad no puede cubrir (cf. Is 9,1-6). Es una realidad que nos consuela y que nos da valor, especialmente en un tiempo como el nuestro, un tiempo que no es fácil, donde hay tanta necesidad de luz, de esperanza y de paz, un mondo donde los hombres a veces crean situaciones tan complicadas que parece imposible salir de ellas. Parece imposible salir de tantas situaciones, ¡pero hoy la Palabra de Dios nos dice que no es así! Es más, nos llama a imitar al Dios del amor, abriendo destellos de luz donde podamos, con cualquiera que nos encontremos, en todos los contextos: familiar, social, internacional. Nos invita a no tener miedo de dar el primer paso. Esta es la invitación del Señor hoy: no tengamos miedo de dar el primer paso: hace falta valor para hacerlo, pero no tengamos miedo. Abriendo ventanas luminosas de cercanía a quien sufre, de perdón, de compasión y de reconciliación: estos son los muchos primeros pasos que debemos dar para hacer el camino más claro, seguro y posible para todos. Y esta invitación resuena de modo particular en el Año Jubilar que acaba de comenzar, urgiéndonos a ser mensajeros de esperanza con simples pero concretos “sí” a la vida, con elecciones que aporten vida. Hagámoslo todos: ¡es este el camino de la salvación!

Y entonces, al inicio de un nuevo año, podemos preguntarnos: ¿En qué modo puedo abrir una ventana de luz en mi ambiente y en mis relaciones? ¿Dónde puedo ser un resquicio que deje pasar el amor de Dios? ¿Cuál es el primer paso que yo debería dar hoy?

Que María, estrella que guía a Jesús, nos ayude a ser para todos testigos luminosos del amor del Padre.

Después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Os saludo a todos vosotros, fieles de Roma y peregrinos llegados de diferentes países.

Saludo en particular a los profesores de religión de la Archidiócesis de Zagabria. Queridos, deseo todo bien para vuestro trabajo, muy importante para la formación cultural, espiritual y moral de las nuevas generaciones.

Saludo a los fieles de Orzinuovi, a las familias de Massa Lombarda, a los monaguillos y a los agentes pastorales de Postioma y Porcellengo, a los jóvenes de la “Fraternità francescana di Betania” (Fraternidad franciscana de Betania), a los muchachos de Concesio, el pueblo natal de San Pablo VI, y a los muchachos de la Inmaculada. Saludo al grupo de adolescentes del decanato de Oggiono, en la provincia de Lecco, en peregrinación por el Jubileo.

Continuemos rezando por la paz en Ucrania, en Palestina, Israel, Líbano, Siria, Myanmar, Sudán. Que la Comunidad internacional actúe con firmeza para que en los conflictos se respete el derecho humanitario. Basta de golpear a los civiles, basta de golpear las escuelas, los hospitales, basta de golpear los lugares de trabajo. No olvidemos que la guerra es siempre una derrota, ¡siempre!

Os deseo a todos un feliz domingo. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Buen almuerzo y hasta mañana.

La invitación del Papa a prohibir el descarte y la marginación, llevando esperanza a todos los rincones del mundo

En la solemnidad de la Epifanía, el 6 de enero, en la Basílica vaticana

La clave de la acogida para desquiciar los cerrojos del miedo

«Vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,2): de esto dan fe los Magos a los habitantes de Jerusalén, anunciándoles que ha nacido el rey de los judíos.

Los Magos testimonian que se pusieron en camino, lo que cambió sus vidas, porque vieron en el cielo una nueva luz. Quisiera que reflexionáramos sobre esta imagen, mientras celebramos la Epifanía del Señor en el Jubileo de la esperanza; y me gustaría subrayar tres características de la estrella de la que nos habla el evangelista san Mateo: es luminosa, es visible para todos e indica un camino.

En primer lugar, la estrella es luminosa. Muchos soberanos, en el tiempo de Jesús, se hacían llamar “estrellas”, porque se sentían importantes, poderosos y famosos. Pero no fue la luz de ninguno de ellos la que reveló a los Magos el milagro de la Navidad. El esplendor, artificial y frío que ellos tenían, fruto de cálculos y juegos de poder, no fue capaz de responder a la necesidad de novedad y esperanza de estas personas en búsqueda. En su lugar lo hizo otro tipo de luz, simbolizada en la estrella, que ilumina y da calor quemándose y dejándose consumir. La estrella nos habla de la única luz que puede indicarnos a todos el camino de la salvación y de la felicidad: la del amor. Esa es la única luz que nos hará felices.

Ante todo, el amor de Dios, que haciéndose hombre se nos ha dado sacrificando su vida. Luego, como reflejo, el amor con el que también nosotros estamos llamados a entregarnos mutuamente, convirtiéndonos con su ayuda en un signo recíproco de esperanza, incluso en las noches oscuras de la vida. Pensemos en esto: ¿somos nosotros luminosos en la esperanza? ¿Somos capaces de dar esperanza a los demás con de la luz de nuestra fe?

Como la estrella, que con su resplandor guio a los Magos a Belén; así también nosotros, con nuestro amor, podemos llevar a Jesús a las personas que encontramos, haciéndoles conocer, en el Hijo de Dios hecho hombre, la belleza del rostro del Padre (cf. Is 60,2) y su modo de amar, que es cercanía, compasión y ternura. No lo olvidemos nunca: Dios es cercano, compasivo y tierno. Porque el amor es esto: cercanía, compasión y ternura. Y para ello no necesitamos instrumentos extraordinarios ni medios sofisticados, sino haciendo que nuestros corazones brillen en la fe, que nuestras miradas sean generosas en la acogida y que nuestros gestos y palabras estén llenos de amabilidad y humanidad.

Por eso, mientras miramos a los Magos que, con los ojos fijos en el cielo buscan la estrella, pidamos al Señor que seamos, los unos para los otros, luces que lleven al encuentro con Él (cf. Mt 5,14-16). Es triste que una persona no sea luz para los demás.

Llegamos así a la segunda característica de la estrella: esta es visible para todos. Los Magos no siguen las indicaciones de un código secreto, más bien a un astro que ven brillar en el firmamento. Ellos lo notan; otros, como Herodes y los escribas, ni siquiera se dan cuenta de su presencia. La estrella, sin embargo, siempre permanece allí, accesible a cualquiera que levante la mirada al cielo, en busca de un signo de esperanza. Preguntémonos: ¿soy yo un signo de esperanza para los demás?

Y este es un mensaje importante: Dios no se revela a círculos exclusivos o a unos pocos privilegiados, Dios ofrece su compañía y su guía a quien lo busca con corazón sincero (cf. Sal 145,18). Es más, a menudo se anticipa a nuestras propias preguntas, y viene a buscarnos incluso antes de que se lo pidamos (cf. Rm 10,20; Is 65,1). Precisamente por esto, en el pesebre, representamos a los Magos con características que abarcan todas las edades y todas las razas —un joven, un adulto, un anciano, con los rasgos físicos de los diversos pueblos de la tierra—, para recordarnos que Dios busca a todos, siempre. Dios busca a todos, a todos.

Y cuánto bien nos hace hoy meditar sobre esto, en un tiempo donde las personas y las naciones, aunque dotadas de medios de comunicación cada vez más poderosos, parecen estar menos dispuestas a entenderse, aceptarse y encontrarse en su diversidad.

La estrella, que en el cielo ofrece su luz a todos, nos recuerda que el Hijo de Dios vino al mundo para encontrarse con todo hombre y mujer de la tierra, sin importar la etnia, la lengua o el pueblo al que pertenezcan (cf. Hch 10,34-35; Ap 5,9), y que a nosotros nos confía la misma misión universal (cf. Is 60,3). O sea que nos llama a poner fin a cualquier forma de preferencia, marginación o rechazo de las personas; y a promover entre nosotros y en los ambientes en que vivimos, una fuerte cultura de la acogida en la que los cerrojos del miedo y del rechazo sean reemplazados por los espacios abiertos del encuentro, de la integración y del compartir: lugares seguros, donde todos puedan encontrar calor y refugio.

Por eso la estrella está en el cielo. No para permanecer lejana e inalcanzable, sino para que su luz sea visible a todos, para que llegue a cada casa y rompa todas las barreras, llevando esperanza hasta los rincones más remotos y olvidados del planeta. Está en el cielo para decir a todos, con su luz generosa, que Dios no se niega a nadie y no olvida a nadie (cf. Is 49,15). ¿Por qué? Porque es un Padre cuya alegría más grande es ver a sus hijos que vuelven a casa, unidos, de todas partes del mundo (cf. Is 60,4). Verlos tender puentes, allanar senderos, buscar a los perdidos y cargar sobre sus hombros a los que tienen dificultades para caminar. Para que nadie quede fuera y todos participen en la alegría de su casa.

La estrella nos habla del sueño de Dios: que toda la humanidad, en la riqueza de sus diferencias, llegue a formar una sola familia y viva unida en la prosperidad y la paz (cf. Is 2,2-5).

Y de aquí pasamos a la última característica de la estrella: que es la de indicar el camino. También este es un tema de reflexión, especialmente en el contexto del Año santo que estamos celebrando, donde uno de los gestos característicos es la peregrinación.

La luz de la estrella nos invita a realizar un viaje interior que, como escribía Juan Pablo II, libere nuestro corazón de todo lo que no es caridad, para «encontrar plenamente a Cristo, confesando nuestra fe en él y recibiendo la abundancia de su misericordia» (Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados con la Historia de la Salvación, 29 junio

1999, 12).

Caminar juntos «es un gesto típico de quienes buscan el sentido de la vida» (cf. Bula Spes non confundit, 5). Y nosotros, contemplando la estrella, podemos renovar también nuestro compromiso de ser mujeres y hombres “del Camino”, como se definían los cristianos en los orígenes de la

En el Aula Pablo VI el día 4 de enero

El Papa a organizaciones católicas italianas vinculadas
al mundo de la educación

Los buenos maestros son mujeres y hombres de esperanza

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con motivo de los aniversarios de vuestras asociaciones: el 80º aniversario de la Asociación Italiana de Maestros Católicos y de la Unión Católica Italiana de Profesores, Directivos, Educadores, Formadores, y el 50 aniversario de la Asociación de Padres de Escuelas Católicas. Es una buena ocasión para celebrar juntos y hacer memoria de vuestra historia y mirar hacia el futuro. Este ejercicio, este movimiento entre raíces – memoria – y frutos – los resultados – es la piedra angular del compromiso en el ámbito educativo.

Nuestro encuentro tiene lugar en el tiempo litúrgico de Navidad, un tiempo que nos muestra la pedagogía de Dios. ¿Y cuál es su "método educativo"? Es el de la proximidad, la cercanía. Dios está cerca, compasivo y tierno. Las tres cualidades de Dios: cercanía, compasión y ternura. La proximidad, la proximidad. Como un maestro que entra en el mundo de sus alumnos, Dios elige vivir entre los hombres para enseñar a través del lenguaje de la vida y del amor. Jesús nació en una condición de pobreza y sencillez: esto nos recuerda una pedagogía que valora lo esencial y pone en el centro la humildad, la gratuidad y la acogida. La pedagogía distante y alejada de las personas no sirve, no ayuda. La Navidad nos enseña que la grandeza no se manifiesta en el éxito o en la riqueza, sino en el amor y el servicio a los demás. La de Dios es una pedagogía del don, una llamada a vivir en comunión con Él y con los demás, como parte de un proyecto de fraternidad universal, un proyecto en el que la familia tiene un lugar central e insustituible. Las familias. Además, esta pedagogía es una invitación a reconocer la dignidad de cada persona, empezando por los descartados y marginados, como hace dos mil años se trataba a los pastores, y a apreciar el valor de cada etapa de la vida, incluida la infancia. La familia es el centro, ¡no lo olvidéis! Me contaba una persona que un domingo estaba almorzando en un restaurante y en la mesa de al lado había una familia, papá, mamá, hijo e hija. Los cuatro con el móvil, no hablaban entre ellos, con el móvil. Este señor escuchó algo, se acercó y dijo: "Pero vosotros sois familia, ¿por qué no habláis entre vosotros y habláis así? Es raro. Lo han escuchado, lo han mandado a la mierda y han seguido haciendo estas cosas. ¡Por favor, hablemos en familia! Familia es diálogo, el diálogo que nos hace crecer.

El encuentro de hoy se sitúa también al comienzo del camino del Jubileo, que comenzó hace pocos días precisamente celebrando el evento en el que, con la encarnación del Hijo de Dios, la esperanza entró en el mundo. El Jubileo tiene mucho que decir al mundo de la educación y la escuela. De hecho, "peregrinos de esperanza" son todas las personas que buscan un sentido para su vida y también aquellos que ayudan a los más pequeños a caminar por este camino. Un buen maestro es un hombre o una mujer de esperanza, porque se entrega con confianza y paciencia a un proyecto de crecimiento humano. Su esperanza no es ingenua, está arraigada en la realidad, sostenida por la convicción de que todo esfuerzo educativo tiene valor y que cada persona tiene una dignidad y una vocación que merecen ser cultivadas. A mí me duele cuando veo a los niños que no están educados y que van a trabajar, tantas veces explotados o que van a buscar comida o cosas para vender donde hay basura. Es difícil. ¡Y hay niños así!

La esperanza es el motor que sostiene al educador en su compromiso diario, incluso en las dificultades y los fracasos. Pero, ¿cómo hacer para no perder la esperanza y alimentarla cada día? Mantener la mirada fija en Jesús, maestro y compañero de camino: esto permite ser verdaderamente peregrinos de esperanza. Piensen en las personas que conocen en la escuela, niños y adultos: «Todos esperan. En el corazón de cada persona está encerrada la esperanza como deseo y espera del bien, aunque no sepa lo que el mañana traerá consigo» (Spes non confundit, 1). Estas esperanzas humanas, a través de cada uno de vosotros, pueden encontrar la esperanza cristiana, la esperanza que nace de la fe y vive en la caridad. Y no lo olvidemos: la esperanza no defrauda. El optimismo defrauda, pero la esperanza no defrauda. Una esperanza que supera todo deseo humano, porque abre las mentes y los corazones a la vida y a la belleza eterna.

Él necesita esto. Siéntanse llamados a elaborar y transmitir una nueva cultura, fundada en el encuentro entre las generaciones, en la inclusión, en el discernimiento de lo verdadero, lo bueno y lo bello; una cultura de la responsabilidad, personal y colectiva, para afrontar los desafíos globales como las crisis ambientales, sociales y económicas, y el gran desafío de la paz. En la escuela podéis "imaginar la paz", es decir, sentar las bases de un mundo más justo y fraterno, con la contribución de todas las disciplinas y con la creatividad de los niños y jóvenes. Pero si en la escuela hacéis la guerra entre vosotros, si en la escuela hacéis bullying con las chicas y los chicos que tienen algún problema, ¡esto es prepararse para la guerra, no para la paz! ¡Por favor, nunca hagáis bullying! ¿Entendido? [responden: “¡Sí!”. ¡Nunca bullying! Digámoslo todos juntos, ¡venga! ¡Nunca bullying! Ánimo y adelante. Trabajad en esto.

Queridas hermanas y hermanos, estáis aquí hoy para celebrar aniversarios significativos de vuestras asociaciones, nacidas para ofrecer una contribución a la escuela, para el mejor logro de sus fines educativos. Y no a la escuela como contenedor, sino a las personas que viven y trabajan en ella: los estudiantes, los profesores, los padres, los directivos y todo el personal. Al principio de vuestra historia se dio la intuición de que solo asociándose, caminando juntos, se podía mejorar la escuela, que por su naturaleza es una comunidad, necesitada de la contribución de todos. Vuestros fundadores vivían en tiempos en los que los valores de la persona y de la ciudadanía democrática necesitaban ser testimoniados y reforzados, por el bien de todos; y también el valor de la libertad educativa. Nunca olvides de dónde vienes, ¡pero no camines con la cabeza hacia atrás, lamentando los buenos tiempos pasados! Piensen en el presente de la escuela, que es el futuro de la sociedad, lidiando con una transformación trascendental. Piensa en los jóvenes profesores que dan sus primeros pasos en la escuela y en las familias que se sienten solas en su tarea educativa. Proponed a cada uno con humildad y novedad vuestro estilo educativo y asociativo.

Todo esto os animo a hacerlo juntos, con una especie de «pacto entre las asociaciones», porque así podéis testimoniar mejor el rostro de la Iglesia

Aula de las Bendiciones, 9 de enero de 2025

Discurso del Santo Padre Francisco a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede

Superar la lógica
del enfrentamiento y abrazar
la lógica del encuentro

Excelencias, señoras, señores:

Nos reunimos esta mañana para un momento de encuentro que, más allá de su carácter institucional, quiere ser sobre todo familiar. Un momento en el que la familia de los pueblos se congrega simbólicamente a través de su presencia, para intercambiar una felicitación fraterna, dejando atrás los conflictos que dividen y redescubriendo más bien lo que une. Reunirnos al inicio de este año, que para la Iglesia católica posee una relevancia particular, tiene un especial valor simbólico, porque el sentido mismo del Jubileo es el de “hacer una pausa” en el frenesí que caracteriza cada vez más la vida cotidiana, para reponer fuerzas y nutrirse de lo que es realmente esencial: redescubrirnos hijos de Dios y, en Él, hermanos, perdonar las ofensas, sostener a los débiles y a los pobres, dejar descansar la tierra, practicar la justicia y renovar la esperanza. A ello están llamados todos los que sirven al bien común y ejercitan esa alta forma de caridad —quizás la forma más alta de caridad— que es la política.

Con este espíritu los recibo, agradeciendo a Su Excelencia el embajador George Poulides, decano del Cuerpo diplomático, por las palabras con las que se ha hecho intérprete de sus sentimientos comunes. A todos ustedes les doy una calurosa bienvenida, grato por el afecto y la estima que sus pueblos y sus gobiernos tienen por la Sede Apostólica y que ustedes representan. Testimonio de ello son las visitas de más de treinta jefes de estado o de gobierno que tuve la alegría de recibir en el Vaticano durante el 2024, como también la firma del Segundo Protocolo Adicional al Acuerdo entre la Santa Sede y Burkina Faso sobre el estatuto jurídico de la Iglesia católica en Burkina Faso y del Acuerdo entre la Santa Sede y la República Checa sobre algunas cuestiones jurídicas, firmados en el curso del año pasado. Además, el pasado mes de octubre se renovó por un cuatrienio el Acuerdo Provisional entre la Santa Sede y la República Popular China sobre el nombramiento de obispos, signo de la voluntad de proseguir un diálogo respetuoso y constructivo en vista del bien de la Iglesia católica en ese país y de todo el pueblo chino.

Por mi parte, he querido corresponder a ese afecto con los viajes apostólicos realizados recientemente, que me han llevado a visitar tierras lejanas, como Indonesia, Papúa Nueva Guinea, Timor Oriental y Singapur; otras más cercanas como Bélgica y Luxemburgo y, por último, Córcega. Si bien se trata de realidades evidentemente muy diferentes entre ellas, cada viaje es para mí ocasión de poder encontrar y dialogar con pueblos, culturas y experiencias religiosas diferentes, y de llevar una palabra de ánimo y consuelo, especialmente a las personas más vulnerables. A esos viajes se suman las tres visitas que hice en Italia, a Verona, Venecia y Trieste.

Precisamente a las autoridades italianas, nacionales y locales, deseo expresar de manera especial, al comienzo de este Año jubilar, mi gratitud por el esfuerzo que han realizado para preparar Roma al Jubileo. El trabajo incesante de estos meses, que ha supuesto no pocas molestias, es ahora recompensado con la mejora de algunos servicios y espacios públicos, de manera que todos, ciudadanos, peregrinos y turistas, puedan disfrutar aún más de las bellezas de la Ciudad eterna. A los romanos, conocidos por su hospitalidad, dirijo un recuerdo particular, agradeciéndoles la paciencia que han tenido en los últimos meses y la que tendrán al acoger a los numerosos visitantes que vendrán. Asimismo, deseo dirigir un sentido agradecimiento a todas las Fuerzas del orden, a la Protección civil, a las autoridades sanitarias y a los voluntarios que se prodigan cotidianamente para garantizar la seguridad y un sereno desarrollo del Jubileo.

Queridos embajadores:

En las palabras del profeta Isaías, que el Señor Jesús hace propias en la sinagoga de Nazaret al comienzo de su vida pública, según el relato que nos ha transmitido el evangelista Lucas (4,16-21), encontramos compendiado no sólo el misterio de la Navidad que acabamos de celebrar, sino también el del Jubileo que estamos viviendo. Cristo ha venido «a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor» (Is 61,1-2a).

Lamentablemente, empezamos este año mientras el mundo se encuentra azotado por numerosos conflictos, pequeños y grandes, más o menos conocidos, y también por la persistencia de execrables actos de terror, como los ocurridos recientemente en Magdeburgo, Alemania y en Nueva Orleans, Estados Unidos.

Vemos asimismo que en numerosos países hay contextos sociales y políticos cada vez más exacerbados por contraposiciones crecientes. Estamos frente a sociedades cada vez más polarizadas, en las que se alberga un sentimiento general de miedo y desconfianza hacia el prójimo y hacia el futuro. Eso se ve agravado por la creación y difusión continua de noticias falsas, que no sólo distorsionan la realidad de los hechos, sino que terminan por distorsionar las conciencias, suscitando falsas percepciones de la realidad y generando un clima de sospecha que fomenta el odio, perjudica la seguridad de las personas y compromete la convivencia civil y la estabilidad de naciones enteras. Trágicas ejemplificaciones de ello son los atentados sufridos por el Presidente del Gobierno de la República Eslovaca y el Presidente electo de los Estados Unidos de América.

Ese clima de inseguridad impulsa a erigir nuevas barreras y a trazar nuevas fronteras, mientras otros, como el que desde hace más de cincuenta años divide la isla de Chipre y el que hace más de setenta divide en dos la península coreana, permanecen firmemente en pie, separando familias y partiendo casas y ciudades. Los confines modernos pretenden ser líneas de demarcación de identidades, donde la diversidad es motivo de sospecha, desconfianza y miedo: «Lo que proceda de allí no es confiable porque no es conocido, no es familiar, no pertenece a la aldea. […] Por consiguiente, se crean nuevas barreras para la autopreservación, de manera que deja de existir el mundo y únicamente existe “mi” mundo, hasta el punto de que muchos dejan de ser considerados seres humanos con una dignidad inalienable y pasan a ser sólo “ellos”» [1]. Paradójicamente, el término “confín” indica no un lugar que separa, sino que une, que “está contiguo con otro punto o lugar” ( cum-finis), donde se puede encontrar al otro, conocerlo y dialogar con él.

Mi deseo para este nuevo año es que el Jubileo pueda representar para todos, cristianos y no cristianos, una ocasión para repensar también las relaciones que nos unen, como seres humanos y comunidades políticas; para superar la lógica del enfrentamiento y abrazar en cambio la lógica del encuentro; para que el tiempo que nos aguarda no nos halle como vagabundos desesperados, sino peregrinos de esperanza, es decir, personas y comunidades en camino comprometidas a construir un futuro de paz.

Por otra parte, frente a la amenaza cada vez mayor de una guerra mundial, la vocación de la diplomacia es aquella de favorecer el diálogo con todos, incluidos los interlocutores que se consideran más “incómodos” o que no se estiman legítimos para negociar. Este es el único camino para romper las cadenas de odio y venganza que aprisionan y para desactivar las bombas del egoísmo, del orgullo y de la soberbia humana, que son la razón de toda voluntad beligerante que destruye.

Excelencias, señoras y señores:

A la luz de estas breves consideraciones, quisiera trazar con ustedes esta mañana, a partir de la palabra del profeta Isaías, algunos rasgos de una diplomacia de la esperanza, de la que todos estamos llamados a hacernos heraldos, para que las densas nubes de la guerra puedan ser barridas por un renovado viento de paz. Más en general, quisiera destacar algunas responsabilidades que todo líder político debería tener presente en el desempeño de las propias responsabilidades, que tendrían que orientarse a la edificación del bien común y al desarrollo integral de la persona humana.

Llevar la buena noticia a los pobres

En cada época y en cada lugar, el hombre ha sido siempre atraído por la idea de poder ser autosuficiente, del poder bastarse a sí mismo y ser artífice de su propio destino. Cada vez que se deja dominar por tal presunción, se ve obligado por acontecimientos y circunstancias externas a descubrir que es débil e impotente, pobre y necesitado, afectado por catástrofes espirituales y materiales. En otras palabras, descubre que es pobre y que necesita a alguien que lo rescate de su propia miseria.

Las miserias de nuestro tiempo son numerosas. Nunca como en esta época la humanidad ha experimentado el progreso, el desarrollo y la riqueza, y quizá nunca como hoy se ha encontrado sola y perdida, prefiriendo con frecuencia tener animales domésticos en vez de hijos. Hay con urgencia de recibir una buena noticia. Una noticia que, en la perspectiva cristiana, Dios nos ofrece en la noche de Navidad. Con todo, cada uno —incluso quien no es creyente— puede hacerse portador de un anuncio de esperanza y de verdad.

Por otro lado, el ser humano está dotado de una innata sed de verdad. Esta búsqueda es una dimensión fundamental de la condición humana, en cuanto toda persona lleva dentro de sí una nostalgia de la verdad objetiva y un deseo inextinguible de conocimiento. Siempre ha sido así, pero en nuestro tiempo la negación de verdades evidentes parece tomar la delantera. Algunos desconfían de las argumentaciones racionales, consideradas instrumentos en las manos de algún poder oculto, mientras otros creen poseer de manera unívoca la verdad que se han construido a sí mismos, eximiéndose así del debate y del diálogo con quienes piensan diferente. Unos y otros tienen la tendencia a crearse su propia “verdad”, ignorando la objetividad de lo verdadero. Estas tendencias pueden ser incrementadas por los modernos medios de comunicación y la inteligencia artificial, usados abusivamente como medios de manipulación de la conciencia con fines económicos, políticos e ideológicos.

El moderno progreso científico, especialmente en el ámbito informático y de las comunicaciones, lleva consigo indudables beneficios para la humanidad. Nos permite simplificar muchos aspectos de la vida cotidiana, permanecer en contacto con nuestros seres queridos aun cuando están lejos físicamente, estar informados y aumentar nuestros conocimientos. Sin embargo, no se pueden omitir sus límites y sus peligros, porque a menudo contribuyen a la polarización, a restringir las perspectivas mentales, a la simplificación de la realidad, al riesgo de abusos, a la ansiedad y, paradójicamente, al aislamiento, en particular por el uso de las redes sociales y los juegos en línea.

El auge de la inteligencia artificial amplifica las preocupaciones relacionadas con los derechos de propiedad intelectual, la seguridad del trabajo para millones de personas, el respeto de la privacidad y la protección del ambiente de residuos electrónicos (e-waste). Casi ningún rincón del mundo ha quedado inalterado a causa de la gran transformación cultural que determinan los imparables progresos de la tecnología, y es cada vez más evidente una consonancia con los intereses comerciales, que genera una cultura radicada en el consumismo.

Este desequilibrio amenaza con trastocar el orden de los valores inherentes a la creación de relaciones, a la educación y a la transmisión de costumbres sociales, mientras los padres, los familiares más cercanos y los educadores deben ser los principales canales de transmisión de la cultura, en beneficio de los cuales los gobiernos deberían limitarse a un rol de apoyo a sus responsabilidades formativas. En esta óptica se sitúa también la educación como alfabetización mediática, dirigida a ofrecer instrumentos esenciales para promover las capacidades de pensamiento crítico, para ofrecer a los jóvenes los medios necesarios para el crecimiento personal y la participación activa en el futuro de sus sociedades.

Una diplomacia de la esperanza es, antes que nada, una diplomacia de la verdad. Allí donde falta el vínculo entre realidad, verdad y conocimiento, la humanidad deja de ser capaz de hablarse y de comprenderse, ya que le faltan los fundamentos de un lenguaje común, anclado en la realidad de las cosas y por tanto comprensible universalmente. El objetivo del lenguaje es la comunicación, que sólo tiene éxito si las palabras son precisas y el significado de los términos es generalmente aceptado. El relato bíblico de la Torre de Babel muestra lo que sucede cuando cada uno habla sólo con “su” lengua.

Comunicación, diálogo y compromiso por el bien común requieren buena fe y la adhesión a un lenguaje común. Esto es particularmente importante en el ámbito diplomático, especialmente en los contextos multilaterales. El impacto y el éxito de cada palabra, de las declaraciones, resoluciones y en general de los textos negociados depende de esta condición. Es un dato de hecho que el multilateralismo es fuerte y eficaz sólo cuando se concentra en las cuestiones tratadas y utiliza un lenguaje sencillo, claro y concordado.

Por lo tanto, resulta particularmente preocupante el intento de instrumentalizar los documentos multilaterales —cambiando el significado de los términos o reinterpretando unilateralmente el contenido de los tratados sobre los derechos humanos— para llevar adelante ideologías que dividen, que pisotean los valores y la fe de los pueblos. Se trata, en efecto, de una verdadera colonización ideológica que, según programas planificados en un escritorio, intenta erradicar las tradiciones, la historia y los vínculos religiosos de los pueblos. Se trata de una mentalidad que, presumiendo de haber superado aquellas que considera “las páginas oscuras de la historia”, deja espacio a la cultura de la cancelación; no tolera diferencias y se concentra en los derechos de los individuos, descuidando los deberes con respecto a los demás, en particular de los más débiles y frágiles [2]. En ese contexto, es inaceptable, por ejemplo, hablar de un presunto “derecho al aborto” que contradice los derechos humanos, en particular el derecho a la vida. Toda la vida debe protegerse, en cada momento, desde su concepción hasta la muerte natural, porque ningún niño es un error o es culpable por existir, así como ningún anciano o enfermo puede ser privado de esperanza o ser descartado.

Dicho enfoque tiene graves consecuencias especialmente en el ámbito de diversos organismos multilaterales. Pienso de manera particular en la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, de la cual la Santa Sede es miembro fundador, habiendo tomado parte activa en las negociaciones que, hace medio siglo, condujeron a la Declaración de Helsinki de 1975. Es más urgente que nunca recuperar el “espíritu de Helsinki”, con el que los estados enfrentados y considerados “enemigos” lograron crear un espacio de encuentro y no abandonaron el diálogo como instrumento para resolver los conflictos.

Por el contrario, las instituciones multilaterales, surgidas en su mayor parte al finalizar la segunda guerra mundial, hace ochenta años, ya no parecen ser capaces de garantizar la paz y la estabilidad, la lucha contra el hambre y el desarrollo para los cuales habían sido creadas, ni de responder de manera verdaderamente eficaz a los nuevos desafíos del siglo XXI, como las cuestiones ambientales, de salud pública, culturales y sociales, además de los retos impuestos por la inteligencia artificial. Muchas de ellas necesitan ser reformadas, teniendo presente que cualquier reforma debe basarse en principios de subsidiariedad y solidaridad, y en el respeto de una soberanía paritaria de los estados, mientras duele constatar que existe el riesgo de una “monadología” y de la fragmentación en like-minded clubs, que sólo dejan entrar a quienes piensan del mismo modo.

A pesar de todo, no han faltado ni faltan signos alentadores, allí donde existe la buena voluntad de encontrarse. Pienso en el Tratado de paz y amistad entre Argentina y Chile, firmado en la Ciudad del Vaticano el 29 de noviembre de 1984 que, con la mediación de la Santa Sede y la buena voluntad de las partes, puso fin a la disputa del Canal de Beagle, demostrando que la paz y la amistad son posibles cuando dos miembros de la comunidad internacional renuncian al uso de la fuerza y se comprometen solemnemente a respetar todas las reglas del derecho internacional y a promover la cooperación bilateral. Más recientemente, pienso en los signos positivos de una reanudación de las negociaciones para volver a la plataforma del acuerdo sobre el programa nuclear iraní, con el objetivo de garantizar un mundo más seguro para todos.

Vendar los corazones heridos

Una diplomacia de la esperanza es también una diplomacia del perdón, capaz, en una época colma de conflictos abiertos y latentes, de recomponer las relaciones laceradas por el odio y la violencia, y así vendar los corazones heridos de todas esas víctimas. Mi deseo para este 2025 es que toda la comunidad internacional se esfuerce ante todo en poner fin a la guerra que desde hace casi tres años baña de sangre la afligida Ucrania y que ha causado un enorme número de víctimas, incluso muchos civiles. Algunos signos alentadores se vislumbran en el horizonte, pero se necesita todavía mucho trabajo para poner en pie las condiciones de una paz justa y duradera, y para sanar las heridas infringidas por la agresión.

Del mismo modo renuevo mi llamada a un alto el fuego y a la liberación de los rehenes israelís en Gaza, donde hay una situación humanitaria gravísima e innoble, y pido que la población palestina reciba todas las ayudas necesarias. Mi deseo es que israelíes y palestinos puedan reconstruir los puentes de diálogo y de confianza recíproca, a partir de los más pequeños, para que las generaciones venideras logren convivir, en paz y seguridad, en ambos estados y Jerusalén sea la “ciudad del encuentro”, donde convivan en armonía y respeto cristianos, judíos y musulmanes. Precisamente el pasado mes de junio, en los jardines vaticanos, hemos recordado todos juntos el décimo aniversario de la Invocación a la Paz en Tierra Santa que el 8 de junio de 2014 contó con la presencia del entonces presidente del Estado de Israel, Shimon Peres, y del Presidente del Estado de Palestina, Mahmoud Abás, junto al Patriarca Bartolomé I. Aquel encuentro había puesto de manifiesto que el diálogo es siempre posible y que no podemos rendirnos a la idea de que la enemistad y el odio entre los pueblos deban imponerse.

Con todo, es necesario destacar que la guerra es alimentada por el continuo proliferar de armas cada vez más sofisticadas y destructivas. Reitero esta mañana el apelo a que «con el dinero que se usa en armas y otros gastos militares, constituyamos un Fondo mundial, para acabar de una vez con el hambre y para el desarrollo de los países más pobres, de tal modo que sus habitantes no acudan a soluciones violentas o engañosas ni necesiten abandonar sus países para buscar una vida más digna» [3].

La guerra es siempre un fracaso. Involucrar a los civiles, sobre todo niños, así como destruir las infraestructuras no son sólo una derrota, sino que equivalen a dejar que entre los dos contendientes el único que logra vencer sea el mal. No podemos aceptar de ningún modo que se bombardeen poblaciones civiles o se ataquen infraestructuras vitales para la subsistencia. No podemos aceptar el ver morir de frío a los niños porque se han destruido los hospitales y ha sido dañada la red energética de un país.

Toda la comunidad internacional está aparentemente de acuerdo con el respeto al derecho humanitario internacional, sin embargo, el hecho que este no se implemente plena y concretamente nos cuestiona. Si nos olvidamos de lo que está al origen, es decir, los fundamentos de nuestra misma existencia, de la sacralidad de la vida, de los principios que mueven el mundo, ¿cómo podemos pensar que este derecho sea eficaz? Es necesario un redescubrimiento de estos valores, y que, a su vez, se encarnen en preceptos de la conciencia pública, de modo que sea el principio de humanidad el que rija nuestro obrar. Por lo tanto, hago votos para que este año jubilar sea un tiempo propicio en el que la comunidad internacional se esfuerce para que los derechos inviolables del hombre no sean sacrificados ante las exigencias militares.

Teniendo en cuenta estas premisas, pido que se continúe trabajando para que el incumplimiento del derecho humanitario internacional ya no sea una opción. Se necesitan ulteriores esfuerzos para que se haga efectivo lo que se discutió durante la 34 Conferencia Internacional de la Cruz Roja y de la Medialuna Roja, que tuvo lugar el pasado mes de octubre en Ginebra. Se ha celebrado hace poco el 75 aniversario de la Convenciones de Ginebra, y sigue siendo indispensable que las normas y los principios sobre los que se fundan sean observados en los excesivos escenarios bélicos que siguen abiertos.

Entre estos escenarios pienso en los distintos conflictos que persisten en el continente africano, en modo particular en Sudán, en el Sahel, en el Cuerno de África, en Mozambique, donde hay una gran crisis política en curso, y en las regiones orientales de la República Democrática del Congo, donde la población se ve afectada por graves deficiencias sanitarias y humanitarias, agravadas a veces por la plaga del terrorismo, las cuales provocan pérdidas de vidas humanas y el desplazamiento de millones de personas. A esto se añaden los efectos devastadores de las inundaciones y de la sequía, que empeoran las ya precarias condiciones de varias partes de África.

La perspectiva de una diplomacia del perdón no está llamada sólo a sanar los conflictos internacionales o regionales. Esta le confiere a cada uno la responsabilidad de hacerse artesano de la paz, para que se puedan edificar sociedades realmente pacíficas, en la que las legítimas diferencias políticas, además de las sociales, culturales, étnicas y religiosas, constituyan una riqueza y no una fuente de odio y división.

Mi pensamiento va en modo particular a Myanmar, donde la población sufre grandemente a causa de los continuos enfrentamientos armados que obligan a la gente a huir de sus casas y a vivir en el miedo. Duele también constatar que permanecen, especialmente en el continente americano, varios contextos políticos de enfrentamiento político y social. Pienso en Haití, donde espero que cuanto antes se puedan dar los pasos necesarios para restablecer el orden democrático y parar la violencia. Pienso además en Venezuela y a la grave crisis política en la que se debate. Esa podrá ser superada sólo con la adhesión sincera a los valores de la verdad, de la justicia y de la libertad, a través del respeto a la vida, a la dignidad y a los derechos de cada persona —incluidos los de quienes han sido arrestados a causa de los sucesos de los últimos meses— gracias al rechazo de cualquier tipo de violencia y, deseablemente, al comienzo de negociaciones de buena fe y finalizadas al bien común del país. Pienso en Bolivia, que está atravesando una preocupante situación política, social y económica; también en Colombia, donde confío que con la ayuda de todos se pueda superar la multiplicidad de los conflictos que lastiman al país desde hace demasiado tiempo. Pienso finalmente en Nicaragua, donde la Santa Sede, que está siempre dispuesta a un diálogo respetuoso y constructivo, sigue con preocupación las medidas adoptadas con respecto a personas e instituciones de la Iglesia y hace votos para que a todos sean garantizados adecuadamente la libertad religiosa y los demás derechos fundamentales.

Efectivamente, no hay verdadera paz si no viene garantizada también la libertad religiosa, que implica el respeto a la conciencia de los individuos y a la posibilidad de manifestar públicamente la propia fe y pertenencia a una comunidad. En este sentido, son muy preocupantes las crecientes expresiones de antisemitismo, que condeno firmemente y que afectan a un número cada vez mayor de comunidades hebreas en el mundo.

No puedo callar ante las numerosas persecuciones contra varias comunidades cristianas, frecuentemente perpetradas por grupos terroristas, especialmente en África y Asia, ni tampoco ante las formas más “delicadas” de limitación de la libertad religiosa que se observan a veces inclusive en Europa, donde aumentan las normas legales y las prácticas administrativas que «limitan o anulan en la práctica los derechos que las Constituciones reconocen formalmente a cada creyente y a los grupos religiosos» [4]. Al respecto, deseo reiterar que la libertad religiosa constituye «una conquista de progreso político y jurídico» [5], ya que, «cuando se reconoce la libertad religiosa, la dignidad de la persona humana se respeta en su raíz, y se refuerzan el ethos y las instituciones de los pueblos» [6]. Los cristianos pueden y quieren contribuir activamente a la edificación de las sociedades en las que viven. Incluso allí donde no son mayoría en la sociedad, ellos son ciudadanos de pleno derecho, especialmente en aquellas tierras en las que habitan desde tiempos inmemoriales. Me refiero en modo particular a Siria, que después de años de guerra y devastación, parece que está recorriendo un camino de estabilización. Espero que la integridad territorial, la unidad del pueblo sirio y las necesarias reformas constitucionales no se vean comprometidas por nadie, y que la comunidad internacional ayude a Siria a ser una tierra de convivencia pacífica donde todos los sirios, incluida su componente cristiana, puedan sentirse plenamente ciudadanos y participar al bien común de esta querida nación.

Del mismo modo pienso en el amado Líbano, deseando que el país, con la ayuda determinante de la componente cristiana, pueda tener la necesaria estabilidad institucional para afrontar la grave situación económica y social, reconstruir el sur del país golpeado por la guerra e implementar plenamente la constitución y el Acuerdo de Taif. Que todos los libaneses trabajen para que el rostro del país de los cedros no sea jamás desfigurado por la división, sino resplandezca siempre por el “vivir juntos” y que el Líbano permanezca como un país-mensaje de coexistencia y de paz.

Proclamar la liberación a los cautivos

Dos mil años de cristianismo han contribuido a eliminar la esclavitud de todos los ordenamientos jurídicos. A pesar de ello, existen todavía múltiples formas de esclavitud, comenzando por la escasamente reconocida, pero bastante practicada, esclavitud laboral. Demasiadas personas viven esclavas del propio trabajo, que pasa de ser un medio a convertirse en el fin de la propia existencia, y muchas veces estas personas son esclavas de las condiciones laborales inhumanas, en términos de seguridad, horarios de trabajo y salario. Es necesario un esfuerzo para crear condiciones dignas de trabajo, de por sí noble y ennoblecedor, y que este no sea un obstáculo para la realización y el crecimiento de la persona humana. Al mismo tiempo, se debe garantizar que existan efectivas posibilidades de trabajo, especialmente allí donde la grave situación del desempleo favorece el trabajo ilegal y consecuentemente la criminalidad.

Existe además la horrible esclavitud de las toxicomanías, que afecta especialmente a los jóvenes. Es inaceptable ver cuántas vidas, familias y países, se arruinan por esta plaga, que parece difundirse cada vez más, también por la aparición de drogas sintéticas muchas veces mortales, puestas a disposición de forma amplia por el execrable fenómeno del narcotráfico.

Entre las otras esclavitudes de nuestro tiempo, una de las más terribles es aquella practicada por los traficantes de seres humanos: seres sin escrúpulos, que se aprovechan de la necesidad de miles de personas en fuga por la guerra, las carestías, las persecuciones o los efectos de los cambios climáticos en busca de un lugar seguro para vivir. Una diplomacia de la esperanza es una diplomacia de libertad, que requiere el compromiso común de la comunidad internacional para eliminar este miserable comercio.

Al mismo tiempo, es necesario hacerse cargo de las víctimas de estos tráficos, que son los mismos emigrantes, obligados a recorrer a pie miles de kilómetros en América central como en el desierto del Sahara, o a tener que atravesar el mar Mediterráneo o el canal de la Mancha en embarcaciones improvisadas y abarrotadas, para luego terminar rechazados o encontrarse clandestinos en una tierra extranjera. Olvidamos fácilmente que nos encontramos ante personas que es necesario acoger, proteger, promover e integrar [7].

Con gran desconsuelo percibo, sin embargo, que las migraciones están todavía cubiertas por una nube oscura de desconfianza, en vez de ser consideradas una fuente de crecimiento. Se considera a las personas en movimiento sólo como un problema que se debe gestionar. Estas personas no pueden ser asimiladas a objetos que se deben colocar, sino que tienen una dignidad y recurso que pueden ofrecer a los demás; tienen sus propias historias, necesidades, miedos, aspiraciones, sueños, capacidades, talentos. Sólo desde esta perspectiva se podrán dar los pasos necesarios para afrontar un fenómeno que requiere un aporte conjunto por parte de todos los países, incluso a través de la creación de itinerarios regulares seguros.

Sigue siendo crucial afrontar las causas profundas del desplazamiento, de modo que dejar la propia casa para buscar otra sea una elección y no una “necesidad de supervivencia”. En esa perspectiva, me parece fundamental un compromiso común para invertir en el ámbito de la cooperación al desarrollo, de modo que se contribuya a erradicar algunas de las causas que inducen a las personas a emigrar.

Proclamar la libertad a los prisioneros

La diplomacia de la esperanza es, en fin, una diplomacia de justicia, sin la cual no puede haber paz. El Año jubilar es un tiempo favorable para practicar la justicia, para condonar las deudas y conmutar las penas de los prisioneros. Pero no hay ninguna deuda que pueda permitirle a nadie, comprendido el estado, exigir la vida de otro. A este respecto, reitero mi llamamiento para que la pena de muerte sea eliminada en todas las naciones [8], porque esta no encuentra hoy justificación alguna entre los instrumentos aptos para reparar la justicia.

Por otra parte, no podemos olvidar que en cierto sentido todos somos prisioneros, porque todos somos deudores: lo somos hacia Dios, hacia los demás y también hacia nuestra amada Tierra, de la que obtenemos el alimento cotidiano. Como he recordado en el anual Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, «cada uno de nosotros debe sentirse responsable de algún modo por la devastación a la que está sometida nuestra casa común» [9]. Cada vez más la naturaleza parece rebelarse a la acción del hombre, mediante manifestaciones extremas de su poder. Son uno ejemplo de ello los devastadores aluviones que se han verificado en Europa central y en España, como también los ciclones que han afectado en primavera a Madagascar y, poco antes de Navidad, al Departamento francés de Mayotte y a Mozambique.

No podemos permanecer indiferentes ante todo esto. No tenemos derecho. Más bien, tenemos el deber de realizar el máximo esfuerzo por el cuidado de nuestra casa común y de aquellos que la habitan y la habitarán.

En el curso de la COP 29 en Bakú han sido adoptadas decisiones con el fin de garantizar mayores recursos financieros para la acción climática. Espero que esto permita compartir los recursos en favor de los numerosos países vulnerables a la crisis climática y sobre los cuales pesa la carga de una deuda económica abrumadora. En esta óptica, me dirijo a las naciones más ricas para que condonen las deudas de los países que nunca podrían pagarles. No se trata sólo de un acto de solidaridad o magnanimidad, sino sobre todo de justicia, cargada también por una nueva forma de iniquidad de la que hoy somos cada vez más conscientes: la “deuda ecológica”, en particular entre el norte y el sur [10].

También en función de la deuda ecológica, es importante identificar modalidades eficaces para convertir la deuda externa de los países pobres en políticas y programas efectivos, creativos y responsables de desarrollo humano integral. La Santa Sede está dispuesta a acompañar este proceso consciente de que no hay fronteras o barreras, políticas o sociales, detrás de las cuales uno se pueda esconder [11].

Antes de concluir, quisiera expresar en esta sede, mis condolencias y mi oración por las víctimas y por todos los que están sufriendo a causa del terremoto que hace dos días sacudió el Tíbet.

Queridos embajadores:

En la perspectiva cristiana el Jubileo es un tiempo de gracia. ¡Y cómo quisiera que este 2025 fuera verdaderamente un año de gracia, rico de verdad, de perdón, de libertad, de justicia y de paz! «En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien» [12] y cada uno de nosotros está llamado a hacerla florecer en torno a sí. Este es mi más cordial deseo para todos ustedes, queridos embajadores, para sus familias, los gobiernos y los pueblos que representan: que la esperanza florezca en nuestros corazones y nuestro tiempo encuentre la paz que tanto desea.

Gracias.

[1] Carta enc. Fratelli tutti, sobre la fraternidad y la amistad social (3 octubre 2020), 27.

[2] Cf. Encuentro con las autoridades civiles, los representantes de los pueblos indígenas y el cuerpo diplomático, Citadelle de Québec (27 julio 2022).

[3] Carta enc. Fratelli tutti, n. 262; Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), n. 51.

[4] San Juan Pablo II, Mensaje para la XXI Jornada Mundial de la paz, 1 enero 1988, n. 2.

[5] Benedicto XVI, Mensaje para la XLIV Jornada Mundial de la paz, 1 enero 2011, n. 5.

[6] Ibíd.

[7] Discurso a los participantes en el Foro Internacional sobre “Migraciones y paz” (21 febrero 2017).

[8] Cf. Mensaje para la LVIII Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2025, n. 11.

[9] Ibíd., n. 4.

[10] Cf. Bula Spes non confundit (9 mayo 2024), n. 16 y Carta enc. Laudato si’, sobre el cuidado de la casa común (24 mayo 2015), n. 51.

[11] Cf. Carta enc. Laudato si’, n. 52.

[12] Bula Spes non confundit, n. 1.en la escuela y para la escuela. La esperanza nunca defrauda, nunca, la esperanza nunca está quieta, la esperanza está siempre en camino y nos hace caminar. Bueno, ¡entonces termina con ello! Os bendigo de corazón a vosotros y a todos los que forman la red de vuestras Asociaciones. Y no os olvidéis de mí. Y no se olviden de... [responden: “¡Nunca bullying!”] ¡Lo habéis aprendido! Gracias.